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Lágrimas negras.

Por: Manuel Alcántara Sáez.

La vida se alza en un escenario de permanentes contraposiciones. La oscuridad, las tinieblas, la nocturnidad, las sombras, la negrura configuran diversas facetas, con matices a veces muy diferenciados, de lo que constituye el otro lado confrontador de dicotomías bien conocidas. La noche o el día, el blanco o el negro, lo prístino o lo manido. Son de fácil conjugación con otras disyuntivas, sean de carácter físico como arriba o abajo, izquierda o derecha, afuera o adentro. Pero también están aquellas cuyo componente es de orden moral como bueno o malo, cielo o infierno, o de naturaleza conductual, así como comportamental, en una amplia gama de facetas cuya enunciación es prolija. Los seres humanos se han movido siempre en dualidades presididas por la diosa Jano y han construido tipologías de lo más variopinto emparejando esa rica gama de parejas.

La poesía ha jugado con enorme destreza y sensibilidad armonizando pares que suenan contradictorios en el lenguaje coloquial, pero cuya efectividad es asombrosa. ¿Qué decir si no de las noches blancas de Fiódor Dostoyevski o del fuego frío de Félix Teira? Además, se han conjugado substantivos con adjetivos rompiendo el emparejamiento hecho en el uso habitual para destacar algo especial o extraordinario. Sangre azul es el término que de inmediato viene a la memoria. De lo que se trata es de causar asombro, subrayar algo excepcional, pero, sobre todo, provocar la emoción que acarrea una saga de explicaciones que, cuando así se desea, contornan la provocación memorable. De entre los muchos ejemplos que pueden encontrarse hay uno que llama sobre todo la atención. El autor es el cubano Miguel Matamoros en 1929 y se llama Lágrimas negras.

La vida en un cierto instante tiene lágrimas negras porque se le ha echado en el abandono y se le han muerto todas las ilusiones, pero no maldice con justo encono y, además, en los sueños le colma de bendiciones. Las lágrimas negras son la consecuencia de sufrir la pena del extravío y de sentir el dolor profundo de la partida, pero no se quiere que se sepa que el llanto es de alguien y que tiene una duda que atormenta, la del jardinero de amor que siembra una flor y se va para que después venga otro y la cultive, ¿de cuál de los dos será la flor? Con creciente agonía, el estribillo repite hasta siete veces “tú me quieres dejar, yo no quiero sufrir” siendo el preludio de la muerte; la negrura que se contrapone al amor que quiere perdurar toda una vida.

Las lágrimas son un poderoso nutriente de múltiples escenarios y en general delatan emociones que no se pueden reprimir. ¿Se puede llorar sin que afloren? Alimentan la congoja y a la vez liberan la tensión interna que inspiró su fluir. Son señas de debilidad, se dice, aunque su existencia se asocie también con la felicidad. El dolor impone a veces su tiranía, la rabia dispara la turbación frustrada, los recuerdos son una fuente inagotable de nostalgia plañidera. Las lágrimas hacen brillar a los ojos que proyectan un fulgor intenso cuyo resultado produce a quienes son testigo un efecto subyugador. Envían poderosos mensajes que provocan empatía. La compasión es una de sus consecuencias. Pero también son frutos que acompañan a la impostura. Entonces se habla de lágrimas de cocodrilo. Ojos vidriosos, miradas acuosas.

Fue la primera vez que percibió que alguien se había fijado en él -o en ella, ¿qué más da? Después fueron las primeras manos entrelazadas que mesaron sus cabellos, fueron los inaugurales labios que recorrieron sus cuerpos. Escucharon a la vez las iniciales palabras de afecto y luego de pasión. Gozaron de amaneceres que despuntaban días que nunca deseaban su fin absortos en sus atardeceres gloriosos. Conocieron juntos la nieve y el sabor de la mostaza. Anduvieron por sendas inéditas que los condujeron a parajes de ensueño. Hablaron en voz queda. Trazaron planes poco a poco saldados. Sufrieron penurias liquidadas con tesón. Superaron el tedio de las rutinas fraguadas cada día alimentándose de ilusiones renovadas. Confrontaron las medias verdades que a veces asolaban desencuentros suscitados al empezar a seguir los impulsos caprichosos de su corazón. El pacto implícito de su convivencia fue diluyéndose en medio de los heraldos negros de la duda, la desesperanza y el sinsentido de la existencia. El tiempo lo corroyó todo.

La soledad seca las lágrimas que nadie ve por lo que su color es indiferente. Es un secante que hace desaparecer su rastro y que a la postre provoca que el llanto sea un mero suspiro húmedo, un leve hipido de lamentos íntimos. El dolor, la congoja, o la felicidad, el sosiego, se ocultan para el público ausente. No hay manifestación externa de lo que termina siendo pura introspección. ¿Para qué llorar? Se inhibe todo interés en saber los motivos ¿Qué importa el color de las lágrimas? La ausencia de la mano conocida que dejó de entrelazar los dedos con los del ser único hasta poco antes querido supone también que nadie enjugará las lágrimas en su cara ni percibirá el sufrimiento o el gozo de su sentir.

Duerme a solas en un abandono tenaz mientras el tiempo se desliza hacia el abismo. Sus sueños son huellas de una realidad que siente que no solo no controla, sino que ignora. El desasosiego oculta cualquier atisbo de esperanza que hace tiempo ha perdido. La impotencia en sus querencias es demasiado abrumadora. Desconoce la secuencia de lo que seguirá cuando se levante. Los pies desnudos en el piso, la cama revuelta, la almohada arrugada. La luz del nuevo día se está apoderando del pequeño cuarto del que mentalmente sale cada vez menos. En el rebozo hay unas sombras. O no. Son manchas aun mojadas. Ignora su origen, aunque pronto cae en la cuenta. Sin embargo, prefiere relegarlo, olvidar el sollozo en medio de la noche, desconocer adrede el color de aquellas lágrimas que brotaron sin saber por qué y que brevemente se deslizaron por sus rugosas mejillas.

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