SAN ROMERO INTERPELA A SU IGLESIA, QUE NO SE ATREVE A SER PROFÉTICA.

San Romero a 45 años de su muerte sigue siendo Profeta en Otras Tierras
«Voz de los sin voz, luz en la penumbra, mártir de la justicia»
Por: Miguel A. Saavedra.

A 45 años de su martirio, el 24 de marzo de 1980, San Óscar Arnulfo Romero, el arzobispo de San Salvador elevado a santo por el Vaticano, continúa siendo un faro de inspiración más allá de las fronteras de El Salvador. En su tierra, donde derramó su sangre por los pobres y denunció las injusticias, su legado enfrenta resistencias y silencios, como si el eco de su profecía aún incomodara a quienes prefieren olvidar. Sin embargo, en otros rincones del mundo, su vida y sacrificio resuenan con fuerza, recordándonos que la verdadera Iglesia se construye con los pies en la tierra y el corazón junto a los oprimidos, haciendo de él un profeta que trasciende el tiempo y el espacio.
San Romero de América: Un profeta incómodo que sigue clamando justicia a 45 años de su martirio
Este 24 de marzo de 2025, el corazón y la memoria de muchos se estremecen al conmemorar el 45 aniversario del asesinato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador. Su muerte, ejecutada por manos que creyeron silenciar su voz, no fue el fin, sino el nacimiento de un legado que trasciende fronteras y generaciones. Sin embargo, como reza el adagio evangélico, «nadie es profeta en su tierra» (Lucas 4:24), y en El Salvador, su ejemplo sigue siendo un desafío que incomoda, un eco que resuena en una Iglesia y una sociedad que parecen haber olvidado el peso de su cruz.
En este mismo marco, la partida del padre Rogelio Ponceel, el sacerdote belga-salvadoreño que decidió abandonar su parroquia en la Zacamil días después del martirio de Romero en 1980 para unirse a las comunidades de Morazán, nos interpela con igual fuerza. Ponceel, movido por un «sentir con la Iglesia» que Romero encarnó, acompañó a las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) en medio de la guerra civil, donde la fe se hizo resistencia y la resistencia se hizo fe. Su muerte, precisamente este 24 de marzo de 2025, cierra un ciclo de entrega radical, pero abre una herida de reflexión: ¿qué ha sido de aquella Iglesia que caminaba con los pobres hasta las últimas consecuencias?
Un mártir que incomoda a su propia casa.
San Romero no fue un santo de vitrina ni un obispo de discursos vacíos. Fue un pastor que, en palabras suyas, afirmó: «Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño». Y así fue. Su sangre derramada el 24 de marzo de 1980, mientras oficiaba misa, no apagó su mensaje; lo amplificó. Sin embargo, 45 años después, su tierra natal parece resistirse a reconocerlo plenamente. ¿Por qué? Porque seguir a Romero implica ponerse «las sandalias de Jesús» (Mateo 10:14), caminar por senderos angostos y sinuosos, denunciar las injusticias y abrazar el sacrificio. Es una camisa pesada que la Iglesia salvadoreña, en su mayoría, no parece dispuesta a vestir.
Hoy, en un El Salvador del siglo XXI, la Iglesia católica enfrenta una crisis profunda. Seducida por el confort y las conveniencias de los poderes fácticos, ha olvidado el mandato de «anunciar el Evangelio a los pobres» (Lucas 4:18). En lugar de ser luz en las tinieblas de la desigualdad y la opresión, se ha convertido en un club social, un espacio de rituales masivos y devociones piadosas que no trascienden a la acción transformadora. Como decía Romero: «Una Iglesia que no sufre con su pueblo no es la verdadera Iglesia de Jesucristo». ¿Dónde está ese sufrimiento compartido hoy?
La tentación del mesianismo y la amnesia colectiva.
El contexto actual agrava esta desconexión. Desde las elecciones de 2019, un «mesianismo árabe» –como lo llaman algunos– ha capturado el imaginario colectivo, prometiendo paraísos terrenales que desvían la mirada de las heridas estructurales del país. Las CEB, que resistieron la guerra y mantuvieron viva la llama de la fe liberadora, fueron de las pocas que no sucumbieron a esta ilusión. Sin embargo, su voz es marginal en una sociedad que prefiere soluciones fáciles antes que el compromiso arduo que Romero y Ponceel ejemplificaron.
La Iglesia, en su jerarquía y feligresía, ha caído en el «depende»: acompañar o no según las mayorías, como en tiempos de Jesús, cuando la muchedumbre gritó «¡Crucifícalo!» (Marcos 15:13-14). Pero la verdad del Evangelio no se somete a votación. Romero lo sabía: «No es voluntad de Dios que unos tengan todo y otros no tengan nada». Su denuncia contra la acumulación de riquezas a costa de la miseria sigue vigente, mientras proyectos como la minería metálica amenazan con despojar nuevamente a las comunidades de sus tierras, evocando los desalojos de los años 70 y 80 para presas y monocultivos.
Una Iglesia que no se atreve a ser profética.
La reciente declaración de la Conferencia Episcopal de El Salvador (CEDES) contra la minería metálica es un destello de esperanza, pero su eco ha sido débil. Apenas el 5% de los católicos se sumó a esta causa, revelando una feligresía que, en palabras de un sacerdote de una ciudad industrial de la zona occidental, ve a Romero como una excepción inalcanzable: «Personajes como él solo aparecen una vez por siglo». Esta resignación es una traición al legado de un mártir que no se conformó con lo imposible, sino que lo hizo posible con su vida.
La curia salvadoreña está dividida, como en los tiempos de Romero. Mientras en algunas iglesias se recogen firmas y se alza la voz, en otras, reina el silencio o la tibieza. Qué paradoja la del cristiano actual, que dice profesar un Evangelio y un Dios de justicia y verdad, pero no logra reflejarlo en su vida cotidiana y en las circunstancias que lo rodean. La fractura dentro de la curia salvadoreña es tan profunda (como lo fue en los tiempos de Romero) que ni siquiera en la iglesia catedral, encabezada por el obispo de una ciudad paracentral, se recolectaron firmas; apenas en una de las siete iglesias se anunció en cada misa el pronunciamiento para presentar ante la Asamblea Legislativa la oposición a la minería en El Salvador.
El ritualismo y la tradición dominan, pero no logran conectar con el cristiano que, a su lado, ve a su prójimo capturado injustamente, despedido o despojado de su tierra. «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 22:39) parece haberse reducido a un eslogan sin carne ni sangre.
El camino angosto de San Romero.
A 45 años de su martirio, El Salvador se encuentra en una encrucijada que recuerda los fatídicos años 80: derechos pisoteados, una elite opulenta que acumula sin límites y un pueblo marginado que paga el precio del atraso. Frente a esto, el ejemplo de Romero es un farol en la tormenta. Él nos enseñó que el Evangelio no es un consuelo pasivo, sino una fuerza que «desvela oscuridades y denuncia con colores y detalles lo que no funciona». Nos dejó herramientas: sus homilías, las cartas pastorales, la Doctrina Social de la Iglesia y el testimonio de sacerdotes y laicos que, como Ponceel, se jugaron la vida por el Reino de Dios.
San Romero de América no es un santo para admirar desde lejos, sino un profeta que nos convoca a actuar aquí y ahora. En otros continentes, su vida es estudio obligado; en su tierra, sigue siendo incomprendido, abandonado por muchos de sus propios obispos. Pero la historia, como la fe, tiene paciencia. Tal vez la tercera o cuarta generación de salvadoreños descubra que su legado no es un lujo de mártires, sino un mandato para todos: «Con este pueblo no cuesta ser buen pastor».
Que su ejemplo nos mueva corazones y mentes, nos devuelva las sandalias de Jesús y nos impulse a construir, desde la realidad concreta de nuestro pueblo, un país donde la justicia y la verdad no sean utopías, sino hechos cotidianos. Porque, como él mismo dijo: «La gloria de Dios es que el pobre viva».
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