
Para leer un mapa nunca tuvo pericia. Plasmar la realidad que tenía ante sus ojos configurada por edificios de diferentes configuraciones, calles y plazoletas de diseño arbitrario y parques medianamente frondosos en un papel coloreado y con arrugas gestadas por el tiempo pasado sin desplegarse le resultaba una tortura. Tampoco era cómoda la síntesis que plasmaban las topografías del territorio transcribiendo cruces de caminos muy diversos, curvas de nivel y accidentes geográficos por lo que siempre renunció a ser guía en viajes colectivos. Quizás de todo ello se salvaban los mapas de carreteras tan sintéticos en su contenido acerca de una situación más esquematizada. No obstante, su mente se dispersaba con la distracción que le brindaban aspectos colaterales de la edición en gran medida ajenos a su propósito principal: animales, plantas, semblantes de construcciones emblemáticas, ubicación de lugares de comida o de gasolineras.
Su repudio a la cartografía no era total ya que tendía a construir su propio mapa mental de los muchos lugares que visitaba. Tomaba referencias de montañas aledañas, se guiaba por alguna mansión relevante, por algún grafiti particularmente llamativo. A veces, el mar o un gran río divisorio eran también elementos que ordenaban su boceto. No menos importante eran las grandes avenidas, arterias que partían en dos o en grandes cuadrículas a las ciudades. A todo ello le añadía el tiempo que empleaba en desplazarse de un sitio a otro casi siempre a pie. No podía quejarse de su capacidad ni de su habilidad memorística, o al menos eso creía. De esta forma, confeccionaba su geografía particular del universo visitado de la que sentía especial orgullo. Cuando leyó El mapa y el territorio del provocativo Michel Houellebecq más que la trama lo que le atrajo fue el título; la forma en que lo real se convertía en una abstracción, pero también, al contrario. Ahí había un problema.

Supo de una forma de horror por su incompetencia al respecto una noche en que en una ciudad que había visitado muchas veces y de la que creía estar en posesión de su topografía imaginaria sus cálculos mentales acerca de la ubicación de su destino se desbarataron. Confundido en la oscuridad, conduciendo un auto ajeno, dio vueltas y más vueltas por calles estrechas de barrios con calles estrechas que subían y bajaban sin encontrar su destino cuyas coordenadas creía tener perfectamente registradas. Agotado por la frustración y por el paso del tiempo al final de una jornada que había sido particularmente intensa, echó mano del dispositivo auxiliar de su teléfono para buscar la localización correcta. La guía virtual, que luego supo actuaba inteligentemente de acuerdo con las ordenanzas municipales que prohibían el tráfico en la zona, le llevó por largos vericuetos insólitos que terminaron en caminos de tierra, enlodados y asomados a veces a barrancos oscuros de profundidad siniestra. Su cerrazón a la hora de no cuestionar la propuesta del navegador pudo costarle cara porque el tiempo pasaba y el panorama se brindaba más amenazante. El camino se interrumpió en un vado que la lluvia reciente había transformado en un arroyo donde los patos sorprendidos por las luces del coche le miraron perplejos. Al lado, una alquería abandonada y en estado ruinoso brindaba una imagen tenebrosa del lugar, instante donde por fin decidió dar marcha atrás con dificultad y rehacer el camino. El mapa se enrevesaba cada vez más en su cabeza confundiendo la información que le enviaba el teléfono con la supuestamente almacenada en su cabeza.

Aquellos montes nunca habían sido grabados en su mente por lo que no habían existido hasta entonces en el confiado ordenamiento del territorio. La pérdida de toda referencia en el fondo de la noche le sumían en una confusión intensa que alteraba notablemente su ritmo cardiaco. Tomó la dirección correcta en un cruce en el que dudó, pasó sobre varios charcos que cubrían el camino donde sintió el mismo pavor que a la ida por si el coche se quedaba allí varado, reconoció al fin y tras una pronunciada curva en cuesta las últimas luces que una hora antes había dejado atrás. Aunque seguía sin saber dónde estaba.
El mapa mental se había mostrado díscolo como le ocurrió la primera vez que tras soltarse de la mano del abuelo había corrido por aquel parque en busca de una felicidad que suponía encontrar en unos columpios tras unos arbustos que le condujeron a un arenero donde creía haber estado tiempo atrás. Pero miró a su derrotero, no había nada y se encontró solo, inmensamente desvalido. Nadie llegó, nadie clamó su nombre y él no supo pronunciar palabra alguna. Mucho más tarde cuando oyó la versión del abuelo de lo ocurrido supo que se trataba de un ejercicio de aprendizaje, de una lección acerca de los riesgos de dar pasos hacia lo desconocido sin precaución alguna, sin previsión de los escenarios plausibles que pudieran confrontarse, para lo que, escuchó, los planos eran instrumentos ideales. Ahora también sabía que su accesorio virtual no era infalible o que la información suministrada era inexacta, quizá insuficiente, o que a lo mejor faltara una mínima, pero imposible, deliberación, y entendió también que sus interpretaciones acerca de la naturaleza del territorio dejaban que desear.

El relato se superpone a los hechos, crea nuevas realizadas y esboza itinerarios inéditos que construyen a su vez mapas diferentes. Cartografías despobladas, ahora también es consciente de ello, solitarias, ausente todo vestigio humano y así amparadas por la rispidez de la soledad que la nocturnidad hace aún más inhóspita. No hay lugar para los sentimientos pues el abandono es la nota dominante y las sinfonías resultantes son apenas partituras monocordes. Nadie acude a llamada alguna porque ninguna persona está en el plano, su registro se desvaneció en el enrevesado mapa de la existencia y entonces es el momento de encarar el viaje insólito sin guías, ligero de equipaje, como siempre, sabiendo que nunca hay nada que temer.