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Sin embargo, persiste una pregunta.
Bukele ha propuesto poner sus prisiones a disposición de la administración Trump, pero ¿qué gana él con todo esto?
¿Busca el cripto-jefe planetario, influencer viral, algo más que una hegemonía cultural inesperada?
El gobierno de Maduro ha declarado que no descansará hasta haber liberado a los venezolanos inocentes atrapados en el laberinto carcelario bukeliano.
Ninguna respuesta de San Salvador.
El interés está en otra parte.
En realidad, de los 261 latinoamericanos expulsados de Estados Unidos, sólo uno le interesaba a Bukele. Sólo uno justificaba aquel vuelo, esa expulsión —y todo lo demás—.
Se llama César Antonio López Larios, alias Greñas de Stoners.
Él es un verdadero criminal. Uno de los líderes históricos de una de las pandillas más poderosas de Centroamérica, la Mara Salvatrucha —MS-13—.
Estaba acusado de terrorismo en Nueva York.
Pero la fiscalía del distrito este de Nueva York retiró los cargos contra Larios en el país por «razones geopolíticas y de seguridad nacional».
Traduzcamos.
Greñas de Stoners tiene información que el presidente de El Salvador no quiere que se haga pública en un juicio en Estados Unidos.
Esta información se refiere en particular a las negociaciones secretas y los acuerdos entre Bukele y la MS-13 para reducir los homicidios y el apoyo electoral que le permitió triunfar por primera vez.
Para reducir la violencia, a veces hay que saber aliarse con ella —pero es mejor ocultarlo—.
Bukele no quiere que se sepa.
A nadie le gusta que se negocie con criminales y asesinos —ni siquiera en El Salvador—.
Ahora el mensaje es más claro.
Aquellos que se sientan tentados a hablar, incluso en Estados Unidos, serán entregados a Bukele.
Y, como habrán notado, el ambiente ha cambiado en El Salvador.
Ya no hay negociación posible.
La estrategia de mano dura ha tomado el relevo —y para siempre—.
Hace exactamente tres años que Bukele gobierna con el estado de excepción.
Más de 85.000 personas han sido detenidas.
La regla es simple —de esas cárceles ya no se sale—.
Las fuerzas del orden tienen todos los derechos.
Bukele tiene plenos poderes.
Miles de detenciones arbitrarias. Inocentes son arrestados, torturados, desaparecidos, asesinados. Por una mirada, un tatuaje, una prenda de vestir.
No hay que estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado.
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La Constitución sólo dice que hay tres poderes —no dice cuál debe dominar—.
El poder ejecutivo se encarna en la monarquía.
La monarquía es una fuerza real.
No se ejerce en figuras como Carlos III, sino en figuras como… Elon Musk.
Sólo la energía monárquica —la energía que proviene de un solo punto— permite gobernar.
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En El Salvador, la energía que Curtis Yarvin quiere instalar en la Casa Blanca ha producido resultados tangibles.
Las pandillas ya no están en las calles, sus estructuras de mando han sido desmanteladas —el país disfruta de una seguridad sin precedentes en su historia—.
No importan los medios empleados ni los daños colaterales, los salvadoreños entienden —sienten— que todo se hace en nombre de un bien superior.
Se resignan. Así es como se mantiene el sistema.
La popularidad de Bukele siempre oscila entre el 80 y el 90%.
«Cuando la gente ve un caballo fuerte y otro débil, le gusta el caballo fuerte», repite Curtis Yarvin.
Es una de las aporías de la democracia: desde Moscú hasta Washington, el teatro de la crueldad es eficaz.
Todas las miradas se dirigen, por tanto, a este sorprendente laboratorio centroamericano: el Estado ha vuelto, es aplastante, monstruoso —da miedo—.
Como demuestra Carlo Ginzburg en un magistral ensayo, ahí reside su profunda genealogía:
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Durante gran parte de su larguísima vida, Hobbes no dejó de reescribir El Leviatán en diversas formas y lenguas (en latín y en inglés), ampliándolo, corrigiéndolo y modificándolo. Algunas nociones, que había empezado a presentar en forma embrionaria, se desarrollaron enriqueciéndose con nuevos significados. Una de esas nociones —es fundamental— es el miedo.
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Él es quien ha reemplazado a las pandillas, él es a quien ahora se teme.
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El Leviatán, el Estado, siempre es más fuerte que cualquier organización criminal.
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Dice con orgullo Bukele en una conferencia de prensa, preguntándose cómo los criminales pudieron tomar el control de los Estados en otros países latinoamericanos.
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No hay gobierno que no pueda eliminar la delincuencia. Es absurdo.
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Añade.
Bukele controla todo el aparato estatal salvadoreño. Ha bloqueado todas las instituciones —o lo que queda de ellas—, y su presidencia.
La cronología es clara.
El 9 de febrero de 2020, Bukele toma la Asamblea Nacional con el ejército.
Fue un autogolpe.
El 1 de mayo de 2021, destituye a los jueces de la Sala Constitucional de la Corte Suprema y reemplaza al fiscal general del país.
El 3 de septiembre de 2021, los nuevos magistrados de la Corte Suprema nombrados por Bukele autorizan la inmediata reelección presidencial, prohibida por la Constitución.
El 29 de abril de 2024, Bukele cambia la Constitución y allana el camino para su reelección ilimitada.
Hoy, se ha vuelto intocable.
En su cuenta oficial de X, todavía se presenta como Philosopher King.
Esto da ideas.
Musk no deja de repetir que es el modelo —el camino a seguir—.
Yarvin lo lleva diciendo desde hace quince años.
Lo recordamos.
Hay que poner fin a la «la fallida experiencia democrática de los dos últimos siglos» e instaurar una nueva monarquía.
Peter Thiel anuncia la gran revelación.
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«Me recuerda al emperador Constantino», le dice el arzobispo ortodoxo griego de América al presidente de los Estados Unidos.
En las filas de la joven guardia revolucionaria del D.O.G.E., estamos seguros de que ha llegado el momento de hacer que Estados Unidos pase a la escala.
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Trump mira.
No lo entiende todo, pero escucha.
Y sin duda haríamos bien en mirar también.
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