La abolición de la política.

Por: Manuel Alcántara Sáez.

Es un lugar común referirse a la política como una actividad esencial de los seres humanos. La gestión del conflicto siempre presente en grupos más o menos complejos es una tarea permanente cuya puesta en marcha requiere de reglas mínimamente consensuadas. Las normas y los individuos configuran un juego en constante interacción para superar el miedo a perder la vida y para procurar una existencia medianamente satisfactoria. De ello va la política.

En la historia de Occidente se impuso en los dos últimos siglos la dominación legal racional. La revolución que supuso la Ilustración gestó una forma de abordar la política en la que el origen popular del poder con la existencia de frenos y contrapesos al mismo, la extensión de derechos universales de las personas y la elección de las autoridades por medio del sufragio fueron los pilares del orden urdido. Instituciones todas ellas formuladas con el propósito de evitar la incertidumbre propia de la existencia.

En diversos momentos estos puntales fueron cuestionados y se establecieron modelos alternativos. Por otra parte, en diferentes países se articularon temporalmente esquemas que quebraron su continuidad. Hoy el orden general planteado tras la tercera ola democratizadora, en términos de Samuel Huntington, está cuestionado y hay casos nacionales donde la ruptura democrática se ha consolidado. En otros, los signos del deterioro de la democracia son notorios.

La evidencia del fracaso parcial de la política a la hora de atender demandas de la gente es algo siempre cuestionable que, sin embargo, en la actualidad goza de un notable predicamento. Por otra parte, los profundos cambios registrados en las sociedades como consecuencia de la explosión demográfica en unas y en otras del envejecimiento poblacional y, sobre todo, de la revolución exponencial digital están teniendo un impacto en la política incuestionable. A ello debe añadirse la pervivencia de instituciones obsoletas pues su diseño se hizo atendiendo a una realidad pretérita muy dispareja.

Pero, igualmente, debe ser considerada la pulsión por el poder político de elites que buscan su control hegemónico en un marco de incremento galopante de la desigualdad. En su modo de intervención llevada a cabo con los viejos parámetros institucionales de la política han conjugado una estrategia clásica de despolitización de la población con una alianza hoy con el todopoderoso nuevo complejo tecnológico industrial.

Como ha señalado recientemente Jürgen Habermas en este diario el escenario está configurado por “la creciente necesidad de una población despolitizada y aliviada de decisiones políticas trascendentales de disponer de un sistema que funcione por sí mismo”. En ese orden se abre una gran avenida para la IA que es una de las mayores fuerzas que impulsan el reordenamiento simultáneo de la gobernanza, los medios de comunicación, los negocios y la geopolítica global. Su actuación sobre la configuración de la política es uno de los grandes retos del presente. Mientras ello sucede, ¿dónde queda la política tradicional en su nivel de arreglos institucionales, manifiestamente obsoletos, a la hora de abordar el conflicto entre los seres humanos? Más aun, cuando el panorama es de sentimentalización de la política por el predominio de las emociones frente al tradicional de las razones, ¿cómo conjugar los procesos de toma de decisión mínimamente operativos y funcionales?

Si la política tiene que ver también con el manejo de la incertidumbre en el ámbito público, ¿cómo hacer en un escenario de perplejidad radical dominado por un estado de cosas donde nadie tiene convicción alguna sobre el valor que pueda tener algo, o incluso sobre lo que no sabe? El golpe de mano arancelario trumpista basado en una tesis tan simple como que Estados Unidos ha sido humillado y explotado por naciones extranjeras durante décadas y que sólo el jefe supremo tiene el coraje de hacerles pagar es el ejemplo más reciente de lo que está aconteciendo. Otro podría ser la opinión sobre el sentido y el nivel de la capacidad transformadora de la IA.

El imperio de la fuerza, la transición imperial, o monárquica –en términos de Curtis Yarvin-, el fin del Estado de derecho mediante un golpe ejecutivo organizado por la tecnología, el predominio de la vanidad como vector de la acción, la quiebra de la confianza, no acaban con la política, pero la redefinen. La abolición de la política puede ser simplemente una añagaza. Sin embargo, el juego de influencias permanente que se da en una sociedad del espectáculo con visibles signos de cansancio tiene consecuencias notables tanto en el (des)orden mundial como en el nacional.

En este escenario el papel desempeñado por Ronald Trump como icono emulador-patrocinador presente en el vecindario latinoamericano merece una especial atención a la hora de evaluar el estado de las cosas. Su triunfo electoral de noviembre pasado proyectado en el trascendental momento fundacional de su toma de posesión el 20 de enero y revalidado en el día “de la liberación” del 3 de abril ha alentado el quehacer de cinco presidentes de la región.

Nayib Bukele, Rodrigo Chaves, Javier Milei, Daniel Noboa y Santiago Peña cuentan con cotas notables de aceptación popular y en su actuación cotidiana son epígonos del trumpismo que los estimula. Si bien desarrollan estrategias diferentes, coinciden en una visión proclive de abolir la política. En ella se asienta una forma del ejercicio de la autoridad individual arbitraria e irresponsable, así como la paulatina desinstitucionalización del orden político.

Su conducción narcisista en un marco de concentración del poder y su actuación atrabiliaria suponen la validación del modelo de extrañamiento de la política hacia formas novedosas donde ya reina su capricho y la manipulación de la voluntad popular sin cortapisa alguna.

https://elpais.com/america/2025-04-18/la-abolicion-de-la-politica.html

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