Relato: Locuacidad.

A diferencia de su amigo nunca aceptó aquello de que “en boca cerrada no entran moscas”. No se trataba de ser un abanderado de la palabrería, pero siempre consideró que las cosas había que hablarlas y que no era cuestión de dar la callada por respuesta. Tampoco era siervo de la cháchara gratuita y siempre medía juiciosamente lo que tenía que decir. Lo que le sucedía es que estaba confundido por la forma en que el escenario había cambiado tan drásticamente en los últimos tiempos. Ahora, la palabra le llegaba canalizada fundamentalmente a través de su móvil en formatos diversos que asimismo acogían una articulación a la que poco a poco se había ido acostumbrando pues para mayor confusión la métrica era en caracteres. Frases con un número mínimo de palabras, a veces desarticuladas, otras con contracciones (xq) que solo la intuición adivinaba su sentido y animadas con curiosos dibujitos que llamaban la atención de una manera que le costaba entender y que deberían hacer las delicias de los niños.

Era de aquel tipo de gente que siempre había defendido la idea de que la palabra también nutría, de modo que para algunas personas ese era su alimento requerido o quizás favorito. Por eso se negaba a aceptar el imperio del vacío en donde ni siquiera existía la sopa de letras configuradora de mensajes de diferente índole. No solo tenía que ver con la ausencia de la expresión oral que recluía a la habladuría sino también con el desierto que se producía con relación a la palabra escrita cuando el documento en blanco no contaba con rasgo en negro alguno. De hecho, valoraba mucho a esa palabra escrita que leía en silencio pero que le hablaba en su mente como cuando leía lo que ella le escribía. En aquel silencio se alimentaba de sí mismo porque las palabras leídas excitaban sus memorias, así como la percepción y la creación desde su experiencia. Era, en definitiva, el resultado del intercambio de lo que le ofrecía cualquier contraparte.

Sin embargo, su amigo de toda la vida, que no era precisamente un virtuoso de la palabra, desplegaba una actividad locuaz sin límite. Desde cualquier lugar y momento mandaba mensajes de texto y de voz a una lista interminable de contactos muchos de los cuales los recibían con pavor procediendo de inmediato a eliminarlos o, simplemente, a ignorarlos. La palabra, así, se diluía en un mar de desdén. Sin embargo, otros se nutrían de aquella catarata de breves historias, comentarios jocosos, juicios procaces, añagazas inverosímiles y medias verdades. De un estado de ninguneo o de ignorancia se pasaba a otro de interacción en el que las palabras, como palomas mensajeras, iban de un interlocutor a otro creando una bandada de ideas que alimentaban el sentido de una existencia confusa que, no obstante, daba sentido a sus vidas.

Sabían que esa forma de comunicación había llegado para quedarse y que la adaptación a los nuevos tiempos no solo era una forma de supervivencia. Se trataba de un uso diferente del lenguaje: más directo, menos alambicado, más sucinto, breve, parco. La cotidianeidad se había vestido con un ropaje hasta hacía poco imprevisible con consecuencias funestas para la oratoria que de manera tan distinta y con resultados tan opuestos usaban uno y otro. Ahora se vivía un momento de precariedad en el lenguaje, de perplejidad por el vaciamiento de fórmulas que una vez fueron de cortesía para luego integrarse en el habla de cada día. ¡Qué importaban los discursos sesudos y ni siquiera los ditirambos engolados!

Pero otra cosa muy diferente era cuando desaparecía la intermediación que suponía el mundo digital en el que pasaban buena parte de su vida. Ambos se resistían a hacer sus compras telemáticamente, de modo que iban con frecuencia a tiendas donde intercambiaban no solo monosílabos con los vendedores sino también diálogos intrascendentes sobre el pronóstico del tiempo o, en su caso, sobre las bondades del último bando municipal. Mantenían también una nutrida tertulia semanal con colegas de los lejanos tiempos de la universidad a la que se habían incorporado media docena de emigrantes que habían llegado a la ciudad en los últimos años con quienes tenían una relación de complicidad con respecto a sus gustos literarios y cinematográficos, aunque no en cuanto a sus posiciones políticas que preferían no abordar.

¿De qué tendremos más necesidad?, ¿de la locuacidad en contraste con la parquedad por escrito o de la expresada frente a la silenciada verbalmente? Se preguntaba. Entonces le vino a la mente el papel que en toda comunicación jugaban las interjecciones. Una ocurrencia que debería plantear a su taciturno amigo tan huérfano también de ellas. No eran palabras, se trataba de meros signos, aunque ¿no lo eran también las letras? Además, en el lenguaje escrito con bastante frecuencia aparecían repetidas y seguidas de puntos suspensivos. Sobre todo, así ocurría en los mensajes que circulaban por las redes sociales adornando a muñequitos saltarines, mientras que en la oralidad las incorporaba de inmediato cierto tono modulando la expresividad en el habla. Por otra parte, había individuos cuyo discurso estaba compuesto solo de exclamaciones, guiños, suspiros, carraspeos y silencios entrecortados.

Las palabras son actos declaró Mario Vargas Llosa en más de una ocasión con lo cual subrayaba su convicción de que quien escribía ponía en juego algo más que el mero lenguaje. Por eso ella sabía que lo que él había escrito era más que una simple declaración de intenciones. No había locuacidad en su predicamento, era pura acción. Él era muy diferente a su amigo cuya pusilanimidad hacía que su boca estuviera siempre cerrada; tampoco su frugal escritura expresaba nada. Callaba. Ella comprendió que la efusividad era el patrimonio de él ante el que quedó rendida. Años más tarde supo de su error y añoró al amigo parco en palabras y sobrio en gestos.

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