LOS PAPAS Y SU MANDATO.

Por: TOÑO NERIO.

Siempre que muere un Papa nace una guerra, digo yo en mi cavilar nada científico y nada experto, solo producto de mis repasos acerca de lo que mis ojos han visto a lo largo de mi tiempo y de las cosas que he leído, a trompicones, por accidente o a propósito, de otros hombres que en otros tiempos contaron historias del Vaticano y de Papas en tiempos críticos.
Una puntada por acá, otra puntada por allá, como picotean en el suelo los pájaros, me han enseñado que en momentos clave siempre se muere el Papa, si su línea o su estilo no coinciden exactamente con los del príncipe de su momento.
Cambiar al papado para ajustar la política vaticana a las necesidades ideológicas imperiales es lo mismo que mirar en el ropero cuáles calcetines combinan bien con los pantalones y la camisa.
No existe ciencia en esa táctica.
Ideología y política tienen que ir de la mano, si se quiere alcanzar el objetivo estratégico.
Táctica y estrategia deben ir de la mano, si se quiere conservar la hegemonía.
Juan XXIII definió la línea política del Estado Vaticano y su posición político diplomática fundamental para que, al menos una porción importante de la Iglesia Católica -la de América Latina y la de África al sur del Sáhara, católica por los portugueses y otros europeos- actuara en un mundo gravemente dividido por la llamada confrontación profunda Este-Oeste, que resultó cuando se configuró el bloque de países europeos socialistas.
Era necesario que los gobernantes del mundo pobre atendieran las urgentes carencias del proletariado de esos dos continentes esencialmente católicos, antes que el campo socialista y la ideología comunista los convenciera con su prédica comunitarista y atea.
La nueva teología tenía, pues, la función de las vacunas. Su jeringa sería la Doctrina Social de la Iglesia.
Juan XXIII se murió antes de poder poner en común sus ideas que eran el aporte reaccionario en tiempos de la Guerra Fría -que justamente él definió así- para frenar la amenaza del contagio de las ideas comunistas.
Lo sustituyó el Papa Paulo VI, quien fue el encargado de poner en práctica las ideas de su antecesor y entregar la tarea manos de los curas de la base. Tenían que transmitir a la feligresía aquella novedosa Doctrina del Papa muerto, organizar sindicatos y cooperativas alejadas de Marx y Engels y su Manifiesto de 1848, con todo y la frase apocalíptica “Proletarios de todos los países ¡Uníos!”
Pero no siempre las “buenas” intenciones conducen el barco a buen puerto. Tienen mucho que ver las condiciones del mar, el clima y la pericia del piloto.
En América Latina estaba tan enconada y putrefacta, había sido tan prolongada y profunda, y estaba tan extendida la infección de la explotación oligárquica sobre la clase trabajadora, que la vacuna vaticana produjo el efecto contrario al esperado. Lejos de atenuar los deseos de revolución socialista y comunista, los alborotó hasta el extremo.
Los sindicalistas y los campesinos cooperativistas organizados con ayuda de la Iglesia Católica acabaron siendo militantes de una izquierda que se transformó en guerrilla marxista leninista.
Fue como una metástasis en el cuerpo social.
Los curas latinoamericanos que iban a calmar las ansias de revolución, sin querer, dieron al pueblo unos anteojos para leer la realidad y, esos que eran en su mayoría analfabetas o semi analfabetas -y, por ello, dóciles y humildes-, pudieron interpretar el mundo con miradas críticas, unos más a la izquierda de la Democracia Cristiana o de la Socialdemocracia, y que acabaron huyendo lejos de los falsos partidos comunistas, yéndose más lejos todavía, a la ultra izquierda de esa buenaondita izquierda europea, y poniéndose cada vez más cerca del foquismo guevarista y castrista, de un marxismo leninismo tropical, caliente y explosivo como el mismo pueblo ardido y mordido.
Roque Dalton -muy didáctico- nos lo explicó con toda claridad en el poema que escribió a propósito del caso del Colegio Externado San José de los curas jesuitas.
La oligarquía criolla salvadoreña -decía el poeta- no solo le roba al proletariado la plusvalía sino que a través de la clase de Sociología que imparten en su colegio a los hijos de la pequeña burguesía, pretenden crear un ejército de jóvenes para infiltrarlos en las filas guerrilleras y abortar la revolución. Quieren robarle a los obreros hasta el Marxismo Leninismo, decía el poeta mártir de la revolución salvadoreña.
Precisamente un profesor de Sociología del colegio de los curas jesuitas, el jovencísimo Salvador Samayoa, era el que inyectaba a sus alumnos un atenuado virus de revolución para luego animarlos a ir a las comunidades marginales a organizar a los pobres. Después de cinco años el profesor de Sociología fue catapultado a Ministro de Educación de la Junta “Revolucionaria” de Gobierno, por el representante de la Universidad Centroamericana “José Simeon Cañas” (UCA), de los omnipresentes curas jesuitas, Román Mayorga Quirós, que quiso gobernar el país, a finales de 1980.
El antiguo profesor de Sociología fue infiltrado después en la más radical de las organizaciones guerrilleras para destruir desde adentro la ruta hacia la victoria proletaria.
Al año siguiente, a Chamba (el Pollo) Samayoa lo pusieron como negociador en la Comisión Político Diplomática de la alianza FMLN-FDR, que negoció el Acuerdo de Chapultepec con los que se puso fin a la guerra sin alcanzar la revolución y solo asegurándose de legarle al proletariado salvadoreño el actual presente de muerte verdadera.
Chamba presume -confiesa sin querer por su engreimiento- en su detallado libro sobre la negociación que él fue el único integrante de la Comisión Politico Diplomática del FMLN-FDR que estuvo en todas y cada una de las reuniones importantes de diálogo con el gobierno, desde el primer día hasta el último, cuando firmaron el documento del fin de la guerra. ¡Pura disciplina jesuita! Disciplina estricta y obediencia militar debida al mando único centralizado, que nació con las tropas de Ignacio de Loyola, cuando se retiró de las guerras de los Cruzados contra el Islam y fundó la Compañía de Jesús. Nombre militar, por cierto, eso de seguir llamando “compañía” a una agrupación religiosa.
Luego, la Compañía se refinó a lo largo de los siglos para ayudar a los monarcas a conservar el poder, porque de eso se trata la alianza del poder terrenal con el celestial.
Perdónenme, pero, como siempre me pasa, ya me fui por otro lado.
Regresando, “recalculando”, como dice el aparato que ayuda a los conductores de vehículos a llegar a su destino. Veamos:
La Carta Encíclica
Divini Redemptoris del llamado Sumo Pontífice Pío XI, titulada SOBRE EL COMUNISMO ATEO, que iba expresamente dirigida “A los patriarcas, primados, arzobispos, obispos y otros ordinarios, en paz y comunión con la Sede Apostólica”, contiene lo siguiente:
“1. La promesa de un Redentor divino ilumina la primera página de la historia de la humanidad; por esto la confiada esperanza de un futuro mejor suavizó el dolor del paraíso perdido (Cf. Gén 3,23) y acompañó al género humano en su atribulado camino hasta que, en la plenitud de los tiempos (Gál 4,4), el Salvador del mundo, apareciendo en la tierra, colmó la expectación e inauguró una nueva civilización universal, la civilización cristiana, inmensamente superior a la que el hombre había hasta entonces alcanzado trabajosamente en algunas naciones privilegiadas.
“2. Pero la lucha entre el bien y el mal quedó en el mundo como triste herencia del pecado original. y el antiguo tentador no ha cesado jamás de engañar a la humanidad con falaces promesas. Por esto, en el curso de los siglos, las perturbaciones se han ido sucediendo unas tras otras hasta llegar a la revolución de nuestros días, la cual por todo el mundo es ya o una realidad cruel o una seria amenaza, que supera en amplitud y violencia a todas las persecuciones que anteriormente ha padecido la Iglesia. Pueblos enteros están en peligro de caer de nuevo en una barbarie peor que aquella en que yacía la mayor parte del mundo al aparecer el Redentor.
“3. Este peligro tan amenazador, como habréis comprendido, venerables hermanos, es el comunismo bolchevique y ateo, que pretende derrumbar radicalmente el orden social y socavar los fundamentos mismos de la civilización cristiana.”
Ni más ni menos.
El Sumo Pontífice fija de manera cristalina la posición de la Iglesia Católica, al lado del mundo capitalista, el 19 de marzo de 1937. Dos años después, el 10 de febrero de 1939, Pío XI se muere y tan solo medio año más tarde Alemania invadió Polonia el primer día de septiembre de 1939, con su blitzkrieg, dando así inicio a la Segunda Guerra Mundial en toda Europa.
Pío XI había dejado escrito que “el comunismo es intrínsecamente perverso” y apuntaba con dedo flamígero acusador a la Unión Soviética.
Pero ese Papa Pío XI al mismo tiempo criticaba la falsedad y lo pernicioso de las doctrinas nazis. Rechazaba por completo las ideas racistas y llamaba a los católicos alemanes a no caer en las falacias de la propaganda supremacista de Hitler.
En ese punto desentonaba con la posición de las monarquías europeas y la jerarquía oligárquica de los Estados Unidos. Tenía que dejar su puesto a un Papa que fuera el adecuado para las ambiciones y necesidades capitalistas de destrucción del único país comunista. Uno que empujara a Hitler, sin ambivalencias ni dudas, a conquistar las riquezas del país más grande en la Tierra.
Y los Papas no se retiran sino con los pies por delante. A menos que pueda excusarse o tenga más que comprobados sus servicios como nazi y rotundo anticomunista, como el alemán Ratzinger, el único Papa que “renunció” por enfermedad incapacitante, pero sobrevivió “milagrosamente” casi una década.
Tras la muerte de Pío XI, su sucesor, Pío XII, no solo contribuyó en la nueva Cruzada católica contra los ateos, sino que cuando los soldados del Ejército Rojo aplastaron a los nazis, el santo Vaticano, la pacífica Suiza y la benemérita Cruz Roja se aliaron para poner a salvo a todos los criminales de guerra alemanes que se salvaron del fin, llevándolos clandestinamente al continente americano, desde el norte hasta el sur.
Cuando Albino Luciani, el Papa Juan Pablo, “se murió” el 28 de septiembre de 1978, con la ayuda de la mano de Dios -no la del Pelusa, ciertamente, sino de la CIA-, el imperio yanqui estaba urgido de entrarle con todo a la última etapa de la Guerra Fría.
Necesitaba de un cura perfectamente anti comunista, alguien que calzara a la perfección con la estrategia político militar que la oligarquía iba a implementar desde el gobierno estadounidense de Washington, en alianza con su hermana y madre Gran Bretaña.
Luciani había confesado que de ser elegido optaría por la renuncia. No le dieron tiempo, apenas treinta y tres días después de haber sido elegido fue encontrado muerto en su cama.
De origen proletario, estuvo siempre cerca de la clase obrera, al grado de que de 1935 a 1937 fue profesor de religión del Instituto Técnico de Mineros de Agordo.
Siendo obispo, Luciani “Se subía a su bicicleta, se acercaba a los hospitales y recorría las salas; también visitaba a los curas de las montañas para tratar los problemas específicos de su localidad”, dicen los que lo conocieron.
Obviamente, con esa vocación innata hacia los pobres no era en absoluto de confianza para los oligarcas.
No le daban línea, se inclinaba por naturaleza a los de su clase social, el proletariado.
“En 1962, asistió a la apertura del Concilio Vaticano II en Roma; estaría presente en cuatro de las sesiones de dicho concilio.”, justo en ese Concilio que estuvo en los cimientos de la Teología de la Liberación que acabó por cimbrar a buena parte de América Latina. Un cura así no calzaba en los zapatos que el imperio había escogido para caminar hacia la batalla final contra el socialismo llamado “real”.
Hoy, en el umbral de otra aventura bélica del imperio por su sobrevivencia, un Papa “buenaondita” tiene que hacer mutis y dejarle su puesto a otro sin vergüenza de andar con tapujos y reniegos; alguien decidido a tomar una posición firme y transparente al lado del imperio. Un Papa para la guerra final.

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