El arte plumario ocupó un lugar central y de maestría en el mundo prehispánico y, a base de mutar y simplificarse, consiguió sobrevivir hasta la actualidad en México. María Olvido Moreno una de sus principales investigadoras presenta esta fantástica expresión ancestral.
La plumaria de México es una expresión artística singular debido a la variedad de aves presentes en los ecosistemas locales. Aunque su origen es incierto, existe evidencia de su existencia durante al menos 15 siglos.
El esplendor, variedad y preponderancia que alcanzó en el mundo prehispánico se conoce a partir de las representaciones plásticas de la época, ya que la imposición religiosa del catolicismo que llegó a América con la conquista española destruyó la mayoría.
De las seis piezas de arte plumario prehispánico que se conservan en el mundo, cuatro están en Europa, donde viajaron como «tesoros de conquista» a engrosar gabinetes de maravillas.
Cuando Moreno hizo su investigación de licenciatura en la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía ‘Manuel del Castillo Negrete’ del INAH, (llamada ‘Conservación del arte plumario en México’, en 1982) la poca cantidad de piezas existentes fue uno de los argumentos que escuchó en contra de su tema de estudio elegido.
Ahora, una de las expertas en la temática repasa la nutrida historia de este arte, así como el conocimiento surgido del análisis de estas piezas sobre la maestría técnica y el proceso colaborativo de los artesanos mesoamericanos originarios (de los que también hay exponentes de importancia en la zona amazónica, por ejemplo en Brasil y Perú).
Una historia de 15 siglos
María Olvido Moreno puede tardarse citando las distintas manifestaciones plásticas que evidencian la centralidad del arte plumario en el mundo prehispánico mesoamericano: el viaje podría comenzar en las pinturas murales maya de San Bartolo (Petén, Guatemala), datadas de 100 años antes de Cristo; luego llegaría al sur de México para detenerse en los acantilados pintados de Oxtotitlán, (Guerrero) representaciones muy tempranas —del preclásico mesoamericano, del 2500 a.C. al 200 d.C.— «del uso de la pluma de ave incorporada a la indumentaria que portan ciertos personajes representados», según explicó Moreno.
Están también presentes en los penachos e insignias de la pintura mural de Bonampak (Chiapas) o en los personajes de Tehotihuacan (en el Estado de México, una importante ciudad planificada del período clásico, entre el 200 y el 900 d.C.) «donde hay representados una serie de elementos que hoy difícilmente podemos imaginar, como son los aditamentos de espalda, de los que no sabemos nada: ni su nombre, cómo estaban hechos, cómo se sujetaban o cuál era su simbolismo», agregó la experta.
Podría seguir en los murales de Cacaxtla (Tlaxcala), en donde «los integrantes del grupo dominante portan sendos escudos» o invitar a reconocer las capas emplumadas de los «pequeños atlantes» de Chichén Itzá, que dibujó la inglesa Adela Bretón.
«Hay una gran variedad de plumaria representada en la plástica mesoamericana, de la cual desgraciadamente no han sobrevivido ejemplos», sostuvo Moreno, en diálogo con Sputnik. El motivo para este exterminio fue la imposición de una nueva religión como política de la colonia, erradicando los símbolos preexistentes.
«El motivo primordial que impidió la conservación de estos objetos plumarios prehispánicos es que, dada su importancia y significados para las culturas mesoamericanas, fueron a la hoguera. Su gran destrucción se hizo en aras de la evangelización y el cristianismo», afirmó.
Otros fueron enviados a Europa como evidencia de la conquista y muestra de lo ‘ajeno’, donde engrosaron las colecciones de los gabinetes de maravillas y curiosidades de las clases pudientes.
«Ellos los recibieron como objetos exóticos de América que al ser extraídos de su contexto, perdieron su carga simbólica y pasaron a ser trofeos de conquista», explicó la experta, quien indicó que originalmente el arte plumario se valoraba como un testimonio del mundo natural de un lugar remoto y no como una muestra de maestría técnica y artística.
«En Europa, hasta el siglo XIX estos objetos que traían plumas de aves permanecían en los museos de historia natural. Fue a principios del siglo XX que pasaron a museos de antropología», indicó.
Plumaria colonial
A pesar de la indudable centralidad de estos objetos en el mundo ritual, ceremonial, bélico y político prehispánico, no hay testimonios arqueológicos de los talleres utilizados para su producción. «Claro que los hubo, pero no podemos asegurar dónde», dijo Moreno.
El testimonio que se tiene es colonial y puede hallarse en el libro IX del Códice Florentino(los 12 libros compuestos por el fraile Bernardino de Sahagún y sus colaboradores), donde se retrata un taller de ‘amantecas‘, el nombre que reciben los distintos artesanos de la pluma en el altiplano central mexicano.
El trabajo de investigación que Moreno realizó junto a Laura Filloy en el chimalli de Moctezuma, fue una gran oportunidad para demostrar cuánto tienen para decir estas piezas sobre su contexto de creación, técnica y materiales utilizados.
«Una obra de plumaria no es de autor, de ninguna manera, sino de cadenas operatorias que reflejan una larga tradición», explicó Moreno. Para lograrla era necesario «un proyecto, algún tipo de boceto, medidas, una persona conocedora de la iconografía y el simbolismo que dirigía el diseño, que luego era plasmado por un tlacuilo (pintor o dibujante). Además, se tenía que tener por adelantado toda la materia prima, que era mucha y muy fina», entre la que destacan, además de miles de plumas, hilos, papeles, textiles, tintes, palos, varillas, adhesivos y pieles, describió Moreno.
Así, las evidencias surgidas a partir del estudio de las piezas indican la existencia de cadenas de trabajo, que iba desde la producción en serie en la preparación de los materiales a tareas especializadas con mano firme y entrenada, como la necesaria para el ensamblado de las múltiples capas de las piezas elaboradas con la técnica de mosaico.
«En Mesoamérica el concepto del uso de la pluma, ya fuera pegada en mosaico o anudada, era ocultar todo rastro tecnológico, para que sólo luciera la iridiscencia, el brillo, el color y los motivos a representar», explicó Moreno.
Sin embargo, menos de una década después de la caída de la Gran Tenochtitlán, ya existían las nuevas expresiones de plumaria colonial, dedicadas a objetos vinculados a la liturgia cristiana.
«El arte se adoptó. Se reconoció y capitalizó la tradición del mosaico plumario así como la experiencia acumulada por siglos de esta labor para adaptarla a la iconografía cristiana», indicó.
En ese paso, se perdieron buena parte de las técnicas —sobre todo las de plumas atadas que originalmente estaban ligadas a la producción de indumentaria— en pos de la sobrevivencia única de la técnica de mosaico, que da una imagen plana.
«El concepto general de la técnica que se conserva hoy, consiste en pegar las plumas a un solo soporte con cera de campeche», explicó la investigadora. «Ya no se hace en capas, es una sola; no hay ensamble tipo rompecabezas de diferentes capas y se deja de usar el adhesivo de origen vegetal que viene de una orquídea, el tzauhtli«.
Durante la era contemporánea, la plumaria navegó en turbulentas aguas al borde del olvido hasta la década de 1970, cuando el presidente mexicano Luis Echeverría adoptó estas expresiones artísticas como regalos que llevar al extranjero en sus viajes oficiales, para representar a México.
De esa época, una familia, los Olay, fue clave para su reproducción y mantenimiento. Su genealogía viene de una larga tradición de artesanos plumajeros que data del siglo XIX.
Gabriel Olay Olay (ya fallecido) hijo y nieto de plumajeros, así como ahora su hijo, Guillermo Olay Barrientos, son responsables de haber mantenido viva esta tradición y fueron también quienes recibieron a Moreno en su casa de Tlalpujahua, Michoacán, durante un par de años, permitiéndole estudiar y aprender de primera mano sobre esta técnica que a fuerza de su modificación, logró sobrevivir.