(Por: Anisley Torres Santesteban)
FFK son las siglas del momento en la Argentina electoral. Algunos prefieren referirse a la fórmula Fernández-Fernández, aprovechando la coincidencia de apellidos, pero resulta prácticamente obligatorio yuxtaponer la K que simboliza un movimiento y una época en la nación austral.
Al parecer, el kirchnerismo ha vuelto con tal brío que promete aires de triunfo para los venideros comicios del 27 de octubre. El resultado de las PASO, las llamadas elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias, estremeció a la región que asiste a la decadencia de la gestión macrista y al renacer de una opción política satanizada.
¿Por qué tanta algarabía por las primarias? En primer lugar, porque no se comportaron como lo que son, votaciones internas partidistas, sino como un ensayo de las generales. Resulta que cada fuerza política tenía definidas de antemano propuestas únicas sin necesidad de competencia en urnas y, al fin y al cabo, la ciudadanía votó en la práctica no ya por precandidatos sino por candidatos previamente consensuados. Es así que la victoria de Aníbal Fernández y Cristina Fernández de Kirchner trasciende la coyuntura para evidenciar la clara preferencia de cara a la próxima cita en urnas.
En segundo lugar están las cifras. La victoria de la fórmula opositora, bajo la coalición de predominancia peronista Frente de Todos, fue aplastante. Si se repitiese en octubre, no habría necesidad de balotaje y obtendría la presidencia en primera vuelta. Y eso que en Argentina es necesario superar el 45% de los votos o tener un 40 con una diferencia de 10 puntos del contendiente más próximo. Aníbal y Cristina lo lograron ampliamente en las PASO.
Para hacer más contundente el éxito, la provincia de Buenos Aires, donde se decide prácticamente el destino del país, también se decantó por el aspirante kirchnerista, en este caso, el exministro de Economía, Axel Kicillof, con un respaldo 2 puntos mayor en proporción al obtenido por los candidatos a presidente y vicepresidente de su frente.
No hubo manera de que se pudiera dudar de los números y el propio Mauricio Macri tuvo que reconocer su derrota. El asunto es que se sabe perdido pero no asume responsabilidades, prefiere —es más conveniente— culpar al contrario. La estrategia no cambia, llegó a la Casa Rosada despotricando de la administración predecesora, la de Cristina, y tres años y medio después aún la sigue culpando de todo lo malo que pasa o deja de pasar.
El actual Jefe de Estado tiene dos meses por delante antes de que culmine su sueño de reelección y su campaña apunta a repetirse, promesas de cambio que no llegan e inoculación del miedo a la izquierda, la pasada y porvenir. Para tales fines se reciclan métodos muy de moda en países vecinos: la amenaza «castrochavista», sin importar que ambos líderes ya no estén en el poder ni existan físicamente; ¿será que reconocen la fuerza de su legado? El llamado es a evitar otra Venezuela como también lo fue en su momento en Brasil y en Colombia. Hasta este minuto, en Argentina, no ha funcionado el cuento del coco rojo.
Sí, porque la matriz generalizada era que existía un odio acérrimo a Cristina, y de ahí que haya triunfado Macri en 2015. Pero lo cierto es que en aquellas elecciones no compitió la expresidenta y ahora sí, y vuelve su propuesta a imponerse a pesar del rosario de culpas con que carga, tanto de los fracasos económicos como acusaciones de fraude en el ámbito judicial.
Entonces, ni tan querida ni tan odiada, y coronada tras el golpe maestro de dar un paso atrás para gobernar desde la sombra. Nadie duda a esta altura del partido que postular a otra persona en su lugar resultó una táctica bien pensada —pudo aglutinar fuerzas diversas en un mismo bloque antioficialismo— para darle el puntapié a un Macri que ya estaba al borde del precipicio por retrotraer al país a la crisis de inicios de siglo.
Porque si bien los FFK han hecho bien la tarea, el contrincante no ha ofrecido mucha resistencia. Sus decisiones han repercutido en un descontento popular agudizado por la dolarización creciente, el desplome del peso argentino, la inflación exagerada, la pobreza y el desempleo aumentados, y lo más crítico: una deuda mil millonaria con los organismos financieros internacionales, que el mismísimo Macri vendió como la solución mágica.