(Por: Francisco Parada Walsh)
Evocar en la mente al fascismo desde las doctrinas políticas, nos recuerda a Mussolini o a Hitler, y suele asociarse con un movimiento político de extrema derecha, pero no es así.
Pero es mejor recordar de la historia los elementos que el fascismo tiene en común, para poner nuestra atención sobre nuestro pequeño país, de donde puede surgir un fascismo resultado del fracaso de los gobiernos pasados, tal como fue siempre el caso en los países en donde un sistema totalitario triunfó.
Uno de los elementos es la presencia de un líder carismático. Este retoma las quejas de una población aturdida, desesperada y las hace como propias. Con ello genera un encanto inmediato entre las masas mostrándose como un redentor. El líder se plantea por sobre todos los demás órganos del estado, es decir, el balance de poderes de una república se quebranta, se rompe el estado de derecho.
Esto puede verse, por ejemplo, en destituciones masivas, en ordenes que pasan por sobre los poderes legislativo y judicial no por desconocimiento de la ley, sino, en una conciencia amparada en un populismo superficial al que el sufrido pueblo sigue en forma ferviente, resultado de los repetidos fracasos de otras “ideologías” a través de las cuales fueron gobernados.
Este líder en nuestros días, parafraseando a Saramago, “no será el soberbio dirigente con uniforme militar, sino, un parlanchín agradable muy carismático e imposible de contradecir”, pero tras cuyas espaldas se encuentra todo un sistema de represión y control del ciudadano, al que se debe temer si se piensa diferente. Desaparecen los partidos políticos y se centraliza el poder en un solo partido. Cualquiera que objete una “orden directa” será tomado como disidente, y ello justificaría la represión en su contra, o en contra de todo un grupo.
Se forma un aparato de funcionarios seleccionados en base a dos motivos sencillos: El fanatismo irrestricto hacia el líder y su obediencia ciega. Los derechos laborales, salariales, horarios de trabajo, etc., se van al traste en aras de “sacar a la nación” o de “tener el país que siempre hemos soñado” pero con un tinte perverso: Siempre habrá funcionarios que tengan privilegios muy, pero muy por encima de los demás, y siempre habrá también, todo un aparato de serviles, oportunistas o fanáticos que se aseguran de tener a las personas en fila.
Para este fin hay que reducir al ciudadano promedio a un número, a otro miembro dentro de una ideología que lo absorbe. Esta ideología se enfoca en un enemigo en común: “Los de siempre”, que, aprovechando el resentimiento u odio que los pueblos toman a sus opresores de siempre, se acogen a esta ideología que les ofrece una oportuna venganza. De esta forma son exhibidos como diferentes, como prisioneros o trofeos de guerra, los corruptos. Con la religión, contrariamente al paradigma comunista, el fascismo trata de incorporarla, de absorber a las iglesias. Es decir, el régimen pretende fortalecer todo lo que sirva de sumisión y acatamiento al poder del estado, centralizado en un líder. En términos resumidos, la intolerancia a pensar diferente, la hipersensibilidad frente a la crítica, la sumisión irrestricta al líder y al orden establecido, fijar en una población un enemigo en común (los de siempre) un ideal que lo justifique todo “la nación sonada”, la ruptura del estado de derecho, el desbalance entre los poderes del estado que se subyugan al fascismo, son características del fanatismo, sin el cual, este régimen no puede subsistir.
Atención, mucha atención, que los salvadoreños se han permitido ver el fracaso de dos posturas en apariencia antagónicas en su historia, que solo saquearon al país, no justifica que se repita la historia contada quizá al revés, o que se les recete medicina amarga a los de siempre: Al oprimido y sufrido pueblo ya harto de amarguras.