El ser humano moderno, inmerso en los valles y en las planicies de los medios sociales y los videojuegos, suele olvidar que se trata sólo de una representación de la realidad. Y este es un enorme peligro.
Leibniz, quizá el último hombre que amaestró el conocimiento de su época, es el padre del código binario que actualmente es la base sobre la que está montada la realidad digital, los 0s y 1s de los que están hechas las imágenes que vemos en las pantallas.
Notablemente, el filósofo, matemático e inventor alemán encontró su inspiración para un nuevo modelo aritmético (en lugar del sistema decimal) en su investigación del I Ching, el Libro de los Cambios, uno de los textos más antiguos de la humanidad, usado con fines adivinatorios, pero que contiene una especie de modelo del universo, sus cambios, ritmos y arquetipos.
Es de aquí que se deriva la filosofía china en su más antigua manifestación e ideas como el equilibrio del yin yang. De las líneas continuas (masculinas) y las líneas cortadas (femeninas) del I Ching, con sus respectivas combinaciones, se puede representar un universo. Y hoy vemos una plétora de programas, algoritmos, aplicaciones y demás que corren, de alguna manera, con este código básico. Pero, como nota Damien Walter escribiendo para The Guardian, hay una lección embebida en el código del I Ching.
Los filósofos chinos notaron que el mundo en sí, constituido binariamente, es una especie de ilusión, un sueño que emerge de la relación entre los opuestos. Los hexagramas se transforman los unos en los otros; no son permanentes; describen nubes o castillos de arena. A fin de cuentas, se trata de una realidad virtual. El ser humano moderno, inmerso en los valles y en las planicies de los medios sociales y los videojuegos, suele olvidar que se trata sólo de una representación de la realidad. Y este es un enorme peligro.