Por: Bernardo Guerrero Jiménez (Universidad Arturo Prat. – Iquique, Chile).
Nada más cotidiano que tocarnos. Tocar el pan. Tocar las campanas. Tocar al amigo. Tocar y contar el vuelto de la compra del pan. Tocar las manos de las vecinas. Besar en la mejilla al viejo querido. Chocar los cuerpos jugando al fútbol o al básquetbol. En fin.
Pero no todo puede tocarse. “Sin tocar nada” se nos decía cuando nos llevaban de visita a una casa y su mesa de centro, estaba llena de objetos. Los pueblos no occidentales tienen protocolos estrictos al respecto. Alejarse de una mujer cuando está menstruando o bien no tocar los objetos rituales consagrados. La antropología cultural no enseña de las diversas estrategias que tienen la cultura para mantener la distinción entre lo sagrado y lo profano.
La cultura popular no se puede entender sin esa dimensión de lo táctil. El abrazo al compadre paleteado, el apretón de mano fuerte y sincero, el beso en la mejilla. El hombro con hombro en el estadio, el sincero palmoteo en la espalda, entre otras manifestaciones nos hablan de un cuerpo que habla, pero no a través del discurso letrado. En los deportes de contacto el acercamiento es vital. La antítesis del boxeo, es el tenis. En el primero los amarres, los golpes, la sangre que corre, son sus coordenadas. En el segundo, la red es la frontera. Se observan, pero no se toca. La pelota es el intermediario. El ajedrez no califica, es juego ciencia, dicen.
La religiosidad popular, La Tirana, Ayquina, Las Peñas, San Lorenzo, suspendidas, no se pueden entender sin el discurso de la tactilidad. Hay que tocar a la virgen y al santo. Los bailes religiosos, antes llamados cuerpos de bailes, son estructuras de contactos, cara a cara. Coreografías complejas en la que las dos mitades se precisan, se complementan. La religiosidad popular se realiza en el espacio público. Hoy está vacío.
Colisionar con alguien en la calle y dar las correspondientes disculpas, es un acto protocolar. Aplaudir al cercano por la interpretación corporal, por su buena voz o bien por la suave cacheteada al balón, es parte de la interacción. Aplaudir a los trabajadores de la salud, en el silencio de la noche, se asemeja a los tambores rituales que llaman a la comunión. No vemos a los que se sacrifican por nosotros.
La pandemia nos ha demostrado que somos cuerpos que necesitan otros cuerpos. La vida cotidiana tiene esa eroticidad no siempre advertida. Las calles casi vacías expresan la ausencia de esa libído que es la socialidad. El carnaval es su opuesto: cuerpos festivos, casi desnudos, caras al descubierto que se afanan en crear un nosotros colectivo, que encuentran en la música y en el baile su lenguaje.
Ahora hemos entendido que la vida cotidiana no es más que la articulación de contactos diarios, de roces, de encuentros, de saludos. Cuando se despide al muerto, la tradición que no se enseña en la escuela, pero si en el barrio, aconseja tocar el cajón como despedida. No basta dejar flores al ser querido, se le golpea la lápida y se le conversa. Abrazamos al deudo, susurramos frases hechas.
La pandemia nos ha privado de todos esos encuentros. Nos ha amputado la sal y azúcar de la vida. Las mascarillas nos han cercenado los rostros. Sólo nos queda el complejo arte de leer los ojos y de comunicarnos a través de ellos. Oficio que nadie nos enseña. Hermenéutica casi exclusiva de poetas.