El celular es un gran invento para la vida. Nos permite estar conectados con los demás a través de un cordón inalámbrico. Agiliza operaciones, retiene valiosa información, desde fotos, mensajes, hasta el saldo de cuentas. ¿A quién se le ocurre hablar mal del celular si ya no podemos vivir sin el aparatico?
Pero este dichoso artefacto nos plantea algunos datos de interés antropológico: Por ejemplo, los saludos deben ser rápidos y sin protocolos porque, si pago yo, se me va el pequeño saldo; por eso todo termina con un: «Dale, dale, nos vemos».
El telefonito apagado se convierte en un espejo para peinarse o aclarar las líneas de los cosméticos; encendido y apuntando hacia sí mismo, es el selfie que actualiza la portada de Facebook.
Es reloj sin leontinas de bolsillo, despertador digital, sustituto ligero de la grabadora Sanyo que en los 70, alguien portaba sobre los hombros paseándose por el malecón. Sin duda, es un invento de tal naturaleza, que si alguien lo saca en medio de una fiesta en los días iniciales de los Van Van, se hubiera pensado que estábamos ante la mismísima magia de Aladino, el de la lámpara.
Pero esta pieza de alta tecnología plantea otros retos de comunicación: El teatro puede estar lleno de jóvenes que asisten al matutino especial donde se habla de efemérides o reconocimientos, y en medio de todo, abundan las frentes inclinadas que con ágiles dedos pulgares, parecen desplazarse por otra realidad. Ciertamente, ahora la atención es un recurso costoso.
El problema es mayor si los que están en primera fila no pueden deshacerse de la pasión celular, y la televisión, que deja constancia del hecho noticioso, tiene que realizar maniobras de abruptos cortes de edición para esconder la falta educativa.
Si alguien, en un examen, se queda con el celular, carga con todos los chivos del fraude, y si faltara algo por saber, por Zapya puede llegar cualquier aclaración.
Un teléfono móvil también puede lesionar la autoestima. No es lo mismo, quizá, sacar una marca de poca calidad que uno de última generación, ese que por lo que vale no está al alcance de todas las familias. Es entonces que un joven se siente menor sin comprender la diferencia entre el ser y el tener. Hace falta un antídoto para enfrentar las diferencias. ¿Hay que dar timbres en el alma?
No sé quién dijo que el teléfono acerca a los que están lejos y distancia a los que están cerca. Este sería el mayor de los asuntos: cómo impedir que las tecnologías nos alejen de la vida misma, de la comunicación afectiva, del acto de ver y escuchar.
Se puede usar el celular sin que él nos use a nosotros. Nunca convertirlo en un fetiche, ese pequeño Dios hecho con nuestras manos para que luego nos descargue su dominio. Es un gran invento, si no termina por robarnos la libertad.