Por: Luis Toledo Sande
Desde que en el siglo XIX la presencia cubana se hizo sentir en La Florida, políticos estadounidenses han codiciado su apoyo. En su libro A través del mundo el argentino Carlos A. Aldao, quien conoció a José Martí en Nueva York, testimonia un hecho significativo: James G. Blaine, artífice de la institucionalización, entre 1889 y 1890, del panamericanismo imperialista, intentó comprar el respaldo de Martí en busca de votos cubanos que calzaran en ese territorio su ambición, frustrada, de llegar a presidente de Estados Unidos.
Huelga decir que la artimaña de ese político, entonces secretario de Estado, se estrelló contra el revolucionario cubano, quien, guía de una emigración patriótica, repudió el panamericanismo urdido por Blaine y, el día antes de caer en combate, ratificó el sentido antimperialista de su vida. Hoy la emigración cubana carga con herederos y seguidores de la tiranía derrotada por la Revolución, y aunque no falten allí patriotas, a esa carga se suman quienes tienen su negocio en la agitación contrarrevolucionaria.
Sin atender lo que su pueblo sufre por la pandemia de covid-19, Donald Trump arremete contra Venezuela, Nicaragua y Cuba, y añade la impronta caricaturesca y demencial de un magnate que confunde política y negocios, sin salirse de la esencia del sistema que representa. Su reunión con cubanos apátridas en el centro Doral Jesus Worship, ¿podrá calificarse de casual?
Si en otras circunstancias lo habría sido, ahora tiene trazas de programa. Con ese templo se identifica el delincuente que, afiliado al fundamentalismo (seudo)evangélico, el pasado 30 de abril perpetró el ataque terrorista contra la Embajada de Cuba en Washington, mientras se mostraba admirador del imperio y el césar.
Aun en el caso de que el delincuente haya operado por su cuenta, lo que hizo se inscribe en el odio propalado contra la Cuba revolucionaria, y en la lista de actos anticubanos realizados por terroristas al servicio de la cia y del imperio al que esa institución responde.
Cuba tiene el derecho y el deber de seguir exigiendo la respuesta que el Gobierno estadounidense no le ha dado sobre dicho ataque, en el que –algo más que un símbolo– la estatua de Martí fue impactada por balas. La grosería del césar no puede entenderse sino como un aval «tácito» y desvergonzado del crimen.
También es previsible que la mafia contrarrevolucionaria de origen cubano persistirá en sus manejos. Pero del pueblo de Cuba, incluyendo muchos de sus hijos e hijas que residen en Estados Unidos y en otros países, esa mafia solo merece y recibirá desprecio.
Cuba no cederá a las agresiones de la potencia que desde que se fundó como nación ha planeado apoderarse de ella, y dio para eso un paso crucial en 1898, año a partir del cual implantó aquí una realidad que en 1959 la Revolución revirtió con la decisión de erradicarla para siempre. Los hechos confirman que no hay delincuente aislado ni césar delincuencial que le tuerza el camino a la patria de Martí y de Fidel, y de un pueblo dispuesto a defenderla.
Tomado de Granma (Colaboración de RC)