El Salvador no es el único país en el que ha habido críticas a la gestión gubernamental del covid-19. Tampoco el único que tendrá elecciones en el marco de la enfermedad que hoy aflige al mundo entero. Pero sí es uno sumamente vulnerable en el terreno médico-hospitalario, en la dimensión ambiental y en el campo socioeconómico. La pobreza total alcanzará pronto el 40% de la población. Y otro 40% permanecerá en una situación que los economistas catalogan como no-pobres vulnerables. El hecho de que antes y a lo largo de la pandemia haya descendido sistemática y radicalmente el número de homicidios y de otros delitos graves da un poco de esperanza. Pese a ello, no cabe duda que la situación del próximo año será difícil, y podría volverse trágica si no se alcanzan acuerdos básicos sustanciales en favor de la población más vulnerable.
La campaña política, que ya ha empezado de hecho, aunque no de derecho, en vez de centrarse en los desafíos de futuro y plantear posibles soluciones, está generando más división que unión en torno a un ideario, incluso al interior de los partidos. La ambición personal parece imponerse sobre el diálogo y la consolidación de un proyecto común. Y mientras los políticos pelean entre sí, los salvadoreños luchan a diario por trabajo, comida y salud. Las campañas políticas deberían atender los problemas de esa lucha. En un tiempo en que los problemas se han agravado, el diálogo, la reflexión y la propuesta deberían primar de manera pública. Es llamativo que no se hable de cómo solucionar las dificultades que nos esperan, entre ellas la agudización de la desigualdad, tal como advierte la Cepal. Por ejemplo, ningún partido se atreve a hablar de una reforma fiscal que, independientemente de sus contenidos concretos, será indispensable para una recuperación adecuada.
La doctrina social de la Iglesia católica afirma que ante cualquier tipo de injusticia los responsables de la vida pública (los partidos, por lo general) deben implementar “las reformas sustanciales de las estructuras económicas, políticas, culturales y tecnológicas, y los cambios necesarios en las instituciones”. El pensamiento de las Iglesias evangélicas es semejante. En este período de elecciones, y en medio de la constatación de la gran vulnerabilidad del país en muy diversos aspectos, es preocupante que muy poca gente en el mundillo político plantee reformas tanto de estructuras como de instituciones, como si no existieran graves injusticias. No discutir reformas económicas y sociales nos condena a un subdesarrollo permanente y aún más grave que el actual.
El Salvador tiene los recursos humanos suficientes para emprender un camino de desarrollo digno y equitativo. Sin embargo, las rencillas políticas, la desconfianza infundada, el amparo que se le da a los aprovechados y cínicos con tal que ayuden a quien está en el poder, y la corrupción o evasión de impuestos de muchos de los económicamente fuertes mantienen al país estancado. Y en estos tiempos, estancarse es retroceder. Los partidos políticos, todos, tienen la obligación de reflexionar sobre la situación, dialogar serenamente y presentar proyectos de convivencia en justicia y solidaridad. La Iglesia nos dice que “el porvenir de la humanidad están en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar”. Pero en nuestra historia con demasiada frecuencia se le ha dado a una buena parte de la población razones para desesperarse y marcharse a vivir a otra parte. Hoy que la pandemia ha evidenciado la vulnerabilidad y pobreza del país, queda en manos de todos, especialmente de los partidos, el desafío de buscar un futuro digno. ¿Están haciendo eso las instituciones políticas? Tanto los partidos como la ciudadanía deben hacerse esa pregunta.
EDITORIAL UCA