Es bajo el porcentaje de la población que asiste a las urnas en el país que se considera a sí mismo como la mayor democracia del mundo, lo que demuestra el rechazo de una parte considerable de la población al sistema político estadounidense.
Después de los tres debates realizados entre el actual presidente de Estados Unidos, aspirante a la reelección, Donald Trump, y el candidato demócrata Joe Biden, de cara a las elecciones del 3 de noviembre, parece que la suerte está echada.
El primero fue una especie de caótico choque de caracteres, desplantes y ofensas. Trump se concentró en cómo colocar mejor sus golpes bajos –interrumpió a su rival 73 veces–, y Biden esquivó y trató de devolver cada golpe.
A este debate le siguieron los foros televisivos concebidos después de que Trump se negara a participar en un debate virtual, a pesar de las preocupaciones sobre su diagnóstico de la COVID-19.
Fue una presentación simultánea, Trump en NBC, desde Miami, y Biden en ABC, desde Filadelfia. El acontecimiento fue calificado como un enfrentamiento de audiencias que perjudicó al pueblo estadounidense, el cual solo pudo ver a uno de los candidatos.
El actual mandatario se mostró evasivo, acalorado, interrumpió constantemente a la moderadora, mintió con toda tranquilidad y dejó sin respuestas muchas preguntas. En tanto, hay analistas que calificaron su presentación como un show divertido.
Joe Biden, desde Filadelfia, se presentó calmado y apacible, respondió y causó, según algunos analistas, mejor impresión en los televidentes.
En el debate final en Nashville, según una encuesta de cnn, el 53 % de los votantes que vieron el debate dijeron que Biden ganó el enfrentamiento, mientras que el 39 % dijo que ganó Trump.
En los tres encuentros el mandatario yanqui mantuvo la misma estrategia, con alguna que otra variante: golpes bajos, insultos, acusaciones, mentiras, descalificaciones del rival. En sus comparencias, Trump trabajó, con firmeza, su imagen de outsider del sistema.
Debemos tener presente que la actitud, aparentemente caótica del mandatario, es solo eso, apariencia. Trump cuenta con una maquinaria bien engrasada de expertos en comunicación e imagen, nada de lo que hace o dice es casual.
Cabría recodar cómo en 2016 la utilización de los datos personales que se comparten en internet, sirvió para inclinar políticamente el voto de los electores indecisos.
No se descarta que otras compañías estén haciendo hoy el trabajo que Cambridge Analytica realizó entonces, trabajo que no solo se refleja en las redes sociales.
El mandatario se dirige a sectores previamente estudiados, a sus bases naturales y a los indecisos, a los afrodescendientes, a los que ellos califican como hispanos, a los latinos «blancos» racistas, para cada uno asume una postura, dirige una frase o un gesto.
El magnate presidente recibió en 2016 el apoyo de los evangélicos blancos y ocho de cada diez votantes de ese grupo aún se inclinan a votar por él, según encuestas.
Para ellos es el líder que Dios ha ungido para salvar a EE. UU., y así debe presentarse. Personifica al hombre fuerte que puede salvar el neoliberalismo.
Otro sector importante para el mandatario son los millones de conservadores. Trump habla por ellos, y expresa lo que sienten sin ninguna vergüenza.
Hombres blancos, pobres, que se consideran superiores; intolerantes, homofóbicos, para ellos el discurso y actuar del Presidente está en línea con sus creencias y aspiraciones, o al menos eso creen las milicias paramilitares que lo consideran un outsider del sistema, los fanáticos de las teorías conspiranoides, campesinos con tierras improductivas que viven peor que sus abuelos y culpan a los extranjeros, «enemigos de los EE. UU.», de su malvivir.
Sin embargo, es bajo el porcentaje de la población que asiste a las urnas en el país que se considera a sí mismo como la mayor democracia del mundo, lo que demuestra el rechazo de una parte considerable de la población al sistema político estadounidense.
En 2016, una de las elecciones más concurridas de su historia, ejerció su derecho al sufragio el 60,1 % de los elegibles para votar. En términos porcentuales, las elecciones de medio término de 2018 fueron las segundas más concurridas de la historia de ese país, después de las de 1914. Ambas tuvieron apenas un 49,3 % y un 50,4 % de participación, respectivamente.
Para esos que no votan, ni Trump ni Biden, ni el Partido Demócrata o el Republicano, son capaces de representar sus intereses ni enfrentar o resolver sus problemáticas.