Por: Manuel Alcántara Sáez*
Justo hace un año en que las Fuerzas Armadas bolivianas tuvieron un notable protagonismo al convertirse en el jugador decisivo que precipitó la salida del entonces presidente Evo Morales del país tras un proceso electoral tenso y tres semanas de alta polarización y disturbios. La intervención militar se limitó a una escueta declaración: “Después de analizar la situación conflictiva interna, sugerimos al presidente del Estado que renuncie a su mandato presidencial, permitiendo la pacificación y el mantenimiento de la estabilidad por el bien de nuestra Bolivia”. De esta manera, se recuperaba una función arbitral del ejército que, no se debe olvidar, fue tradicional antes del periodo 1964-1989 cuando la institución militar ocupó el poder en buen número de países de América Latina.
La presencia armada boliviana bajo los focos coincidió con otras similares en un trimestre de gran turbulencia callejera en la región. En Ecuador, los militares acompañaron al gobierno en su traslado desde Quito a Guayaquil por la presión de las masas del palacio de Carandolet donde se ubica el Ejecutivo; en Perú, posaron en una foto histórica con el presidente cuando este anunciaba la disolución constitucional del Congreso convocando elecciones a uno nuevo.
Poco después, en febrero de este año, el presidente Nayib Bukele irrumpió con un grupo de militares en la Asamblea Legislativa para regañar a sus señorías y, más adelante, siguió haciendo todo lo posible para impedir el acceso a los archivos militares relacionados con la masacre en 1981 de 1.000 salvadoreños en El Mozote. En cuatro ocasiones el ejército salvadoreño ha bloqueado la realización de inspecciones judiciales en los archivos militares con la anuencia presidencial a pesar de haber sido “desclasificados” por decisión de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia.
Todos ellos fueron síntomas de gestos irregulares que evidenciaban un encaje extraño de la corporación militar en el orden político cotidiano.
Paralelamente, aunque con un componente diferente, en Brasil y México, los dos principales países de la región en términos demográficos y económicos, se ha ido consolidando poco a poco una presencia en el ámbito público de las Fuerzas Armadas con evidentes rasgos de protagonismo privilegiado en su accionar.
Así, en Brasil, el presidente Jair Bolsonaro, exmilitar a su vez, tiene como vicepresidente al general en la reserva Hamilton Mourão y siete de las carteras ministeriales, que suponen la tercera parte del gabinete, también están en manos de militares, así como su portavoz, un general en activo. Más de una veintena de áreas de la administración, incluida la petrolera estatal Petrobrás, también están encabezadas por militares. Se estima que hoy algo más de 6.100 oficiales de las tres ramas de las Fuerzas Armadas ocupan estos puestos, cifra que en 2019 se situaba sobre 2.700 personas (lo que significa un incremento en un año del 120%). De aquella cifra cerca de 2.000 son oficiales en situación de retiro que han sido asignados temporalmente al INSS para ayudar a aliviar el atraso gestado en su gestión del día a día.
Por su parte, en México, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) no ha dejado de impulsar el papel del ejército en la lucha contra la delincuencia en la línea de la decisión tomada por su ante predecesor Felipe Calderón, entonces muy criticada. Lo novedoso, sin embargo, ha sido la encomienda a las Fuerzas Armadas de la ejecución de obra civil como la realizada en el aeropuerto de Santa Lucía, una vieja base militar que será la nueva terminal aérea intentando paliar así la paralización de la ampliación del aeropuerto de la capital. Además, a principios de mes, AMLO anunció la construcción de un aeropuerto en Tulum (Riviera Maya), también asignado a los militares. Igualmente se ha apoyado en la ingeniería castrense para la elaboración de partes substantivas del megaproyecto del tren Maya.
Un último paso en esta dirección lo ha constituido la decisión de suprimir 109 fideicomisos dedicados a la financiación de instituciones públicas vinculadas con la ciencia, la cultura y el deporte que suponían algo más de 3.000 millones de dólares manteniendo, no obstante, los cuatro fideicomisos con que cuenta la Secretaría de la Defensa por valor de unos 1.500 millones de dólares. Estos fideicomisos son disponibles fundamentalmente para la compra de equipo militar, así como para haberes de retiro, pensiones y compensaciones, subsidios a hijos y a familiares del personal del Estado Mayor Presidencial y de militares fallecidos en misiones de alto riesgo.
Este uso espurio de las Fuerzas Armadas se evidenció también cuando Evo Morales fue conducido en un avión militar desde Bolivia a México. Una concepción añeja y con ciertos aires románticos del ejército como “pueblo uniformado”, en términos del propio presidente, en detrimento de la administración civil del Estado.
El golpe que AMLO ha recibido por la detención en Estados Unidos del general Salvador Cienfuegos, quien fuera secretario de Defensa del Gobierno de Peña Nieto, acusado ahora de actividades relacionadas con el narcotráfico, no parece haber debilitado la confianza castrense del presidente que calificó de “muy lamentable” este hecho. Quizá las palabras del propio Cienfuegos en diciembre pasado contribuyan a dar luz sobre la presencia de los militares en la política: “¿Quieren que estemos en los cuarteles? Adelante. Yo sería el primero en levantar no una, las dos manos para que nos vayamos a hacer nuestras tareas constitucionales”. ¿Estaba sugiriendo el mando militar que su quehacer no era constitucional?
El desmantelamiento del Estado en un número importante de países, la precaria Administración Pública poco dotada presupuestariamente y sin haberse desarrollado un servicio civil basado en el mérito y en su independencia han abierto un espacio a los militares que gozan de mayor confianza de presidentes con vocación caudillista. Ven en ellos a una institución parentemente dócil de manejar, pero es su paulatina politización la estructura de oportunidades de su mayor involucramiento público. Este escenario avizora una peligrosa tendencia hacia la consolidación de expresiones autoritarias.
*Catedrático y profesor de Ciencia Política de la Universidad de Salamanca y profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín.