De niño me enseñaron que es esencial reconocer características y hasta eventuales calidades de adversarios y enemigos. Tal reconocimiento es fundamental a la hora de darles combate.
Ocurre que cuando se trata de enfrentar a alguien irremediablemente desequilibrado, un primate psicópata, cazar calidades se transforma en una tarea casi imposible. Buscar hazañas, ni hablar…
Sin embargo, me he dado cuenta, al pasar la semana por la memoria, que se comete una inmensa injusticia con Jair Bolsonaro.
Es verdad que a cada hora se desploman, aquí y en medio mundo, avalanchas de críticas contundentes contra él y el general activo del Ejército, Eduardo Pazuello, su cómplice en el mayor genocidio jamás cometido en mi país y uno de los mayores del mundo en el último siglo.
Pazuello, en todo caso, ya alcanzó su debido reconocimiento: es un energúmeno prepotente y una nulidad sin remedio en el puesto que ocupa, el de ministro de Salud, y cumple a la perfección la misión que le fue encargada.
Esparció militares, tanto retirados como en actividad, por cargos antes ocupados por médicos e investigadores, sin olvidarse de las fuerzas paralelas, o sea, la Policía Militar, en un esfuerzo concentrado para cumplir estrictamente la orientación de Jair Bolsonaro: dejar que miles y miles de brasileños mueran a la intemperie.
No llega, por supuesto, a ser exactamente una hazaña. Al fin y al cabo, regla medular entre militares – sobre todo los que, como Pazuello, siguen en actividad – es precisamente obedecer sin pestañear las órdenes recibidas.
Claro que el tribunal de Nuremberg ignoró el argumento de “Yo solo cumplía órdenes”, pero como las perspectivas de un juicio similar en Brasil son muy remotas, Pazuello sigue adelante, cubriendo de barro su uniforme y peor, al mismo Ejército brasileño ya bastante sucio por la historia.
Bolsonaro, a su vez, ha ido mucho, muchísimo más lejos.
Condujo Brasil a un puesto inédito, acorde a lo revelado en un informe difundido por el Lowy Institute, de Australia, muy respetado por sus investigaciones alrededor del mundo.
Su más reciente estudio examinó la acción de 98 gobiernos en la prevención y combate a la pandemia, poniendo el foco en medidas como testeo, red de atención a infectados, aislamiento social, información fiable. En fin, todo que se espera de un gobierno responsable.
Y surge la hazaña de Bolsonaro: Brasil fue contemplado con la clasificación de peor gobierno en los requisitos examinados. Ningún otro mandatario se reveló capaz de ser tan criminalmente irresponsable.
Al cumplir con rigor marcial sus instintos de psicópata sin retorno ni remedio, Bolsonaro estableció de manera sorprendente un rosario de iniciativas, todas exitosas, destinadas a apresurar, para más de 225 mil personas, el destino que, como él mismo se encargó de recordar, nos toca a todos y es inevitable: la muerte.
Hasta su ídolo, modelo y guía, el ahora catapultado Donald Trump, que intentó imitar al discípulo pero fue contenido a tiempo, advirtió sobre los riesgos de que Estados Unidos cayese en el pozo en que Bolsonaro nos metió en Brasil.
Ser considerado en el informe del instituto australiano como peor gobierno del mundo en una hora de tragedia no es poca cosa.
Ahora, ya no son solamente brasileños los que condenan el genocidio llevado a cabo por el Ogro demencial que habita el palacio presidencial.
No, no: ahora, la hazaña cuenta con un reconocimiento internacional que nadie contestó ni contestará.
Si –y cuando– el Genocida enfrente los tribunales, aquí o donde sea, ese veredicto será tomado muy en serio.
Fuente: Página/12