Por Vilma Fuentes .
Escuchar de la boca del autor el relato de La ruta de Hernán Cortés, título de la magnífica obra donde se narra el camino del conquistador desde su desembarco en Veracruz hasta Tenochtitlan, fue el suntuoso regalo de bienvenida a México que Fernando Benítez dio a Jacques Bellefroid. La narración duró cerca de tres horas y fue hecha en un perfecto francés; tanta era la galantería de Fernando para su invitado, a quien canturreaba: Petit frère Jacques, dormez-vous? Dormez vous? So nnez les matines. Ding, ding, dang. Benítez tenía la costumbre de llamar a sus amigos más queridos “hermanito”. Las palabras de este historiador y antropólogo fueron, además, acompañadas por una mímica que hacía aparecer en medio de su biblioteca las siluetas de Cortés y sus hombres camino a Tenochtitlan.
Otro vehemente historiador, Franck Ferrand, también excelente narrador, dedicó su emisión de Radio Classique, en honor a sus auditores mexicanos en Francia, a la figura de Desiré Charnay (1828-1915), explorador y arqueólogo amoroso de México, particularmente apasionado por Yucatán. Durante su primer viaje a este país, en 1857, Charnay recorrió la ruta de Cortés desde el puerto de Veracruz, azotado por el norte y la fiebre amarilla, hasta la Ciudad de México, maravillado a su paso por Puebla, Cholula, Teotihuacan. Traduce al francés Las cartas de Hernán Cortés a Carlos V, que publica con una introducción en la que, si bien reconoce el talento militar de Cortés, critica las atrocidades del conquistador:
“En suma, la conquista de Cortés, que dio a España un imperio de 500 leguas de diámetro de norte a sur y de 400 de este a oeste, costó a México la vida de 10 millones de seres humanos arrebatados por la guerra, las enfermedades y los malos tratos; de suerte que este hombre de genio puede entrar sin duda alguna en la temible falange de los azotes de la humanidad.”
Cargado con mil 500 kilos de material fotográfico, en la época los instrumentos para fotografiar no eran precisamente ligeros ni portátiles como los teléfonos celulares de hoy, Charnay atraviesa el país en guerra entre los liberales y los conservadores, Benito Juárez y el clero. Monta cuartos oscuros de revelado, carga en su espalda y en sus bolsillos muestras de sus descubrimientos arqueológicos, a través de las cimas heladas de la sierra y el calor asfixiante de la jungla. Es el primero en fotografiar Mitla, Izamal y Chichén Itzá. Pero en tiempos de guerra, los extranjeros son siempre sospechosos: Charnay es arrestado y todo su material, instrumentos y fotografías, es destruido.
Esto no desalienta a un hombre poseído por una verdadera pasión. De regreso a Francia, convence al ministro de la Instrucción de patrocinar su proyecto de fotografiar “la vuelta al mundo”. Realiza excursiones en Sudamérica, Madagascar, Indonesia y Australia, pero su fascinación por México, las culturas precolombinas y en especial por Yucatán, lugar cuya belleza compara con la de una mujer amada, lo lleva a realizar otros dos viajes a este país.
Los libros con fotografías de ruinas toltecas, zapotecas, mayas y otras culturas prehispánicas, de paisajes y vegetación, del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, de la Ciudad de México, de los habitantes de pueblos y aldeas en la segunda mitad del siglo XIX se suceden. Textos de Manuel Orozco y suyos acompañan la edición de Álbum fotográfico mexicano. En Ciudades y ruinas americanas, Charnay cuenta cómo tomó las fotos y el gran arquitecto de la época, Eugène Viollet-Leduc, hace el prefacio.
Como Benítez revive la ruta de Cortés, Franck Ferrand nos ofrece la ruta de Desiré Charnay en su vuelta al mundo con los ojos de este explorador y descubridor infatigable, capaz de resucitar entre las ruinas la vida, ver la estatua de oro en honor al Sol en lo alto de la pirámide de Teotihuacan, hablar al corazón, al alma, a la imaginación y al espíritu de su historia de amor. La del eterno viajero.
Fuente: La Jornada