Discurso religioso halagador, pero engañoso

Por Rodolfo Cardenal.

El presidente Bukele se adjudica el título de “instrumento de Dios”, como si el título de presidente de la República no le bastara. El poder que ahora detenta es tanto que se asimila a la esfera divina, o quizás no es tan sólido como quisiera y se atribuye una misión divina para reforzarlo y, sobre todo, legitimarlo. La reivindicación es reclamada por las redes sociales. Las alfombras del Viernes Santo dan testimonio de ello. Así, pues, el fenómeno Bukele sería obra divina. Esta curiosa interpretación aduce como prueba los innumerables obstáculos que el ahora presidente ha salvado a lo largo de su carrera política. Entre más grande el obstáculo, levantado por fuerzas maléficas, más presencia activa de la fuerza divina, que lo habría conducido hasta colocarlo en la cima del poder del país.

La intervención divina directa e inmediata compromete una obediencia que abandona la crítica y la resistencia para que “el enviado”, asistido por la sabiduría celestial, pueda llevar a cabo su misión sin contratiempos. Esta construcción ideológica, una versión revisada del fatalismo característico de ciertas formas de religiosidad tradicional, pretende ser a la vez explicación y justificación, que libera de toda responsabilidad personal y social.

Si el poder acumulado habilita para designarse “instrumento de Dios”, los generales, los coroneles, los políticos, el periodista y el comandante que precedieron a Bukele en el cargo también habrían sido instrumentos divinos. Un sinsentido, dado que el mandatario los aborrece visceralmente. Un verdadero instrumento de Dios no desprecia de esa manera a otros instrumentos. Constitucionalmente, la pretensión de Bukele es otro desatino, porque el Estado es constitucionalmente laico, es decir, no requiere de la intervención de ninguna fuerza trascendente.

En cualquier caso, si el presidente Bukele fuera “instrumento de Dios”, sus obras darían testimonio de ello. Por tanto, no las escondería con falsos alegatos de confidencialidad, seguridad nacional y otras sandeces por el estilo. Si el fenómeno Bukele fuera cosa de Dios, su discurso no sería despiadado, no denigraría, no insultaría, no mentiría. No sembraría miedo, odio y división. Tampoco explotaría el conflicto, que impide el diálogo, el entendimiento y la aproximación a verdaderas soluciones. Los mensajeros divinos no solo perdonan a sus enemigos, sino también los bendicen y rezan por ellos. El papa Francisco lo ha expresado con claridad meridiana en Irak, zona de guerra y muerte, también de esperanza. “Si Dios es el Dios del amor —y lo es—, a nosotros no nos es lícito odiar a los hermanos”.

Las obras desenmascaran la falsedad de la interpretación religiosa del poder de Bukele. Los hijos de Dios caminan en la luz y sus obras están a la vista de todos. Los funcionarios de Bukele, en cambio, caminan en la oscuridad, temerosos de que sus obras vean la luz. Sin embargo, al final, todo lo dicho en la oscuridad se oirá a la luz y lo que se susurró en lo recóndito será proclamado desde las azoteas. Esta clase de discurso religioso oculta ambiciones y disfraza la ineficiencia. Es una forma de actuar inescrupulosa, propia de políticos ambiciosos, que se valen de la religiosidad para llegar, acumular y retener el poder. Su quehacer político es más astucia y avidez que obra de Dios. Atribuirlo a su voluntad es blasfemo. Los constructores de la torre de Babel también quisieron alcanzar el cielo y, confundidos, fracasaron estrepitosamente.

Los desconcertados y los desesperados encuentran sosiego momentáneo en esta clase de discurso religioso. La falsa confianza los lleva a abandonarse a lo que creen ser la voluntad divina. Renuncian así a pensar, a contrastar, a buscar y a deliberar cómo hacerse cargo de la realidad. Delegan esas tareas en “el instrumento de Dios”. Prefieren que él piense y haga por ellos y, en definitiva, se aproveche de sus inseguridades y miedos. Es lo que suele ocurrir cuando se renuncia a asumir la responsabilidad personal y social. Reducir la realidad a una simple dualidad, nosotros y ellos, no supera los problemas, solo los posterga. La seguridad ofrecida por el discurso religioso de Bukele es cómoda, pero engañosa. Así lo advierte el Evangelio: “Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: ‘Yo soy el Cristo’, y engañarán a muchos” (Mt 24,4).

Dios, en cualquier caso, no actúa desde el poder, sino siempre desde el último, desde el menor y desde el débil. No actúa desde arriba, sino desde abajo. En lugar de llamar a las legiones de ángeles para que lo libraran de la cruz, Jesús dejó hacer a sus enemigos, confiado en su Padre, quien tiene la última palabra. Ese es el sentido profundo de la encarnación. Los enviados de Dios como Mons. Romero y los mártires del pueblo salvadoreño han corrido la misma suerte, porque el pecado del mundo no tolera la luz que descubre la perversión del poder y del dinero.

 

* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.

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