Eduardo Badía Serra*
Con insistencia se escucha en los medios de comunicación social, e incluso en las conversaciones de carácter coloquial que se dan en nuestro medio, hablar de la necesidad de establecer en el país el inglés como “segunda lengua”. Incluso se habla de ello como una inminente necesidad para el sistema educativo nacional. Enseñar inglés parece ser una consigna en nuestra sociedad. Candidatos a altos cargos públicos, la Presidencia de la República entre ellos, señalan lo anterior como uno de sus principales objetivos de gobierno, y el tema es realzado dentro de sus campañas electorales.
Estamos, con ello, ante un verdadero peligro nacional. Subyace, en tales posiciones, creo que inconscientemente, una visión de la educación como medio y no como fin: La educación como medio para proporcionar al sistema productivo nacional, e incluso extranjero, las personas adecuadas para servir determinados propósitos y solucionar determinadas necesidades; y además, la educación para dar a los salvadoreños, los jóvenes particularmente, mejores condiciones para su emigración a países que hablan esa lengua, o que al menos la tienen como lengua materna.
La Constitución manda que la educación es un fin en sí mismo y no un medio al servicio de ningún sector de la sociedad. Incluso señala al idioma español como la lengua oficial. Reconoce además, de alguna manera también, la diversidad cultural, incluida en ella la lengua como uno de los elementos culturales más importantes. El idioma es un producto de la historia, un producto neto de la historia. En él se encierra y expresa la riqueza cultural de un pueblo. Unamuno, ese viejo especial, añejo y a la vez actual, niño de mil años, recomendaba: “Escudriñad la lengua; hay en ella, bajo presión de atmósferas seculares, el sedimento de siglos del espíritu colectivo”. Tremenda afirmación, que debiéramos mantener en nuestras conciencias para poder sostener nuestra identidad de hombres mestizos, que es la característica inalienable, aunque hoy atacada por oscuros intereses, de nuestra verdadera identidad, como sostuvo un ilustre salvadoreño, el Doctor Alejandro Dagoberto Marroquín. Cuando se habla de un “segundo idioma”, implícitamente se está introduciendo subrepticiamente dentro de la sociedad, un claro elemento transculturante. Ello es grave, peligroso he dicho. ¿Por qué, no antes al menos, escudriñamos bajo ese sedimento de siglos de nuestro espíritu colectivo, nuestra propia lengua, y la arraigamos dentro de nuestro sentimiento identitario?
La diversidad lingüística es importante y necesaria para sostener la cultura, la ideología y la cosmovisión de los pueblos. El Doctor Jorge Lemus, reconocido y prestigioso lingüista internacional, al hablar de la necesidad de sostener tal diversidad, en su valioso libro “El pueblo pipil y su lengua. De vuelta a la vida.”, habla de ello en los siguientes términos:
“Nadie nace con cultura, al igual que nadie nace con un idioma, pero todos adquirimos nuestra cultura y nuestra lengua a través de la socialización dentro de la comunidad en la que nos tocó nacer. De la cultura de un pueblo se desprenden su cosmovisión e ideología”. Y agrega: “….la muerte de una lengua implica también la desaparición de una cultura”. Abunda el Doctor Lemus en señalar el peligro de que desaparezca la diversidad lingüística en el mundo y en sociedades determinadas como la nuestra. Pretender establecer una sola lengua mundial es un poco como dar razón a Voltaire cuando este señalaba, dolosa o cándidamente, que la diversidad lingüística era “una de las mayores calamidades de la vida”.
Es preocupante pensar en la posibilidad del desaparecimiento de la lengua de Cervantes, de la lengua de Dante, de la lengua de Sócrates, de la lengua de Goethe, de la lengua de Confucio y Lao-Tsé, de la lengua de Tagore, de la lengua de Tolstói y Dostoievski, de la lengua de Hugo. Ya hemos, los salvadoreños, indolentemente, dejado casi morir a nuestra propia lengua náhuatl. Resulta penoso pensar en un mundo hablando uniformemente espanglish, italianglish, griegglish, germanglish, mandaringlish, indioglish o rusianglish, atropellando groseramente las propias estructuras de las mismas lenguas que se tratan de negar.
No es que se deba oponer al multilingüismo, y que cada persona, en función de sus muy personales intereses, decida conocer y dominar adecuadamente una segunda lengua. Pero intentar generalizar tal situación, y entronizarla con carácter de necesidad nacional, y más aún, obligando a una cultura a subsumirse en una lengua extraña, es realmente un atentado a la propia cultura.
El problema de la educación nacional, no se resuelve enseñando inglés como segunda lengua, y computación como un complemento necesario para preparar a nuestros jóvenes en sus intentos de emigrar hacia otros países, en donde tales herramientas le serían útiles. Ello es una visión muy superficial. El problema de nuestra educación es más profundo y de otra naturaleza. Es un problema de falta de un concepto pedagógico, de falta de finalidad. Antes de pensar en “qué enseñar”, debiéramos pensar en “porqué y para qué enseñar”, hic et nunc, en nuestra realidad concreta. Sólo respondiendo a esta última pregunta se tendrá capacidad para responder a la primera, logrando entonces una educación pertinente, esto es, de calidad, porque la única educación de calidad es aquella que es pertinente.
La lengua es la cultura, la lengua es la historia. No debemos negarla. No debemos permitir que elementos extraños la alteren, sobre todo en su estructura misma. Creo que es necesario en este punto saber escuchar. Y en este caso, sobre todo a aquellos a quienes corresponde, estos deben escuchar a los pedagogos, a los maestros, a los que día a día se enfrentan con esa difícil y noble labor de llevar luz a la oscuridad. La educación es la única forma de liberarnos de la opresión. “Ilumina y libera”, dice el dicho.
*Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.