Por: Prof. Mario Juárez
Era una gata muy complicada, y sabía que sus atributos harían caer a sus pies al gato más avezado. ¿Cómo llegó a la escuela? Nadie lo sabe. Lo cierto es que un día en que yo aprovechaba el silencio para trabajar en mis lecciones, la vi descender sigilosamente por la canaleta del tejado. Me vio, expectante. Había otras gatas en el lugar, pero la Isis sobresalía entre ellas. La esbeltez de su cuerpo y el color de luna de su pelaje la distinguía; las otras la miraban con envidia y respeto al mismo tiempo.
Con su paso parsimonioso recorría los pasillos y zonas de recreo, dándose aires de importancia. Se creía única. Por el momento disfrutaba de su soltería y aún persistían en ella las huellas de las piruetas infantiles, hasta que conoció Nicky, un gato entre pardo y negro, que la acechaba día y noche, y en que sólo el tiempo pudo decir lo que pasaba en el corazón de ambos.
Y porque creo que en mi naturaleza existe una conexión con los felinos, le tomé cariño. Y ella se apegó a mí. En cuanto me miraba corría hacia a mí, segura de que yo le llevaba semillitas de alimento vitaminadas. Y desde entonces, paso daba yo, paso daba ella; me acompañaba a todas partes.
Conforme los días pasaron, la Isis se volvió taciturna y aparecieron en ella algunos signos de rebeldía y agresividad. Hoy sus pasos eran lentos y su cuerpo se bamboleaba; entonces me dije: “¡Esta condenada ya metió las cuatro con Nicky!”
Cierto día, la señora que hace la limpieza en las aulas, con gran sorpresa, al verme, exclamó: “¡Profe Maurice, a usted quería verlo; en la última gaveta de su escritorio está la Isis con un montón de gatos negros! ¿Y hoy qué hago?” Al principio me turbé por el período tan audaz del alumbramiento, pero le dije a la buena señora: “Déjelos; ya veremos a donde los acomodamos”. La señora alzó los ojos al cielo e hizo un gesto reprobatorio.
Los gatitos abrieron los ojos y comenzaron a conocer el mundo. Rozaban sus cuerpecitos en los tobillos de los estudiantes que estaban en clases semipresenciales, esperando una caricia. Cuando la recibían, entornaban sus ojitos y parecían sonreír, satisfechos.
La señora de la limpieza se quejaba de que los animalitos habían invadido todo el recinto; aparecían en los baños sanitarios, en la oficina de la dirección, en los armarios y gavetas de los escritorios de los maestros.
“¡Profe, Maurice, estos gatos sí que son chucos! ¡Mire, se han zurrado en los papeles de la gaveta! ¡Ah, no! ¡Y gran tufo que se siente por todos lados!”
La Isis, entretanto, los vigilaba desde distintos ángulos con mirada protectora y desconfiada, mientras que Nicky se pavoneaba de ser un padre serio y, como un galán, jugaba al amor con las otras gatas, que estaban lelitas por él. La Isis, ante el descaro de su querido, juraba que esto lo pagaría caro. Había pasado a segundo plano para él.
Como algunas premoniciones suelen concretarse, una mañana cruzaron el umbral dos perros aguacateros y aguerridos, dispuestos a dejar el pellejo por lo que fuera. Vieron a Nicky, que dormía a pierna suelta en el pasillo. Al percibirlos cerca, el otrora don Juan quiso saltar y esquivar una dentellada, pero ya era tarde; los dos canes lo cosieron a mordidas hasta dejarlo moribundo.
No crean que la Isis -como la diosa egipcia, que resucitó a Osiris- corrió para resucitar a Nicky. Sólo se limitó a permanecer a una prudente distancia y saborear su venganza.