RELATO: El sangolote

Por: Prof. Mario Juárez

En su mundo alcohólico no existía nada que lo fascinara tanto, que no fuera aquel trago peculiar e inusual, que consistía en una mezcla de alcohol 90° (solo en farmacias y laboratorios se encuentra), café instantáneo, azúcar morena, poca agua y canela o chocolate, que luego batía frenéticamente, o sea, lo sangoloteaba; de allí el término sangolote, que luego se acuñó en la jerga de los bolitos. La unión de estos ingredientes daba como resultado una bebida café oscura y espumeante.

Desde que el sol inauguraba el alba hasta que caía de bruces en el horizonte, Chito se ganaba la vida acarreando bultos o haciendo cualquier ‘mandado’, ya sea a la tortillera, como al molinero, a la que vendía refrescos, como al panadero, en fin, a todo el que requiriera de sus servicios, portando en la bolsa de su pantalón el bendito brebaje, que ingería a intervalos, cuyo efecto le proporcionaba una locuacidad envidiable y lo ponía a tono con sus quehaceres. A su lado solía andar una perrita negra con parches blancos –Petunia se llamaba- que, como una sombra, lo acompañaba de un lado a otro, por simpatía y por hambre, pues el buen hombre compartía con ella, en partes iguales, su merienda.

Por las noches se iba a su refugio, que no era más que una choza de bahareque y techo de lámina, carcomido por el paso del tiempo, improvisada en un terreno baldío, propiedad de una tía de parentesco remoto. Allí se las veía a su antojo con sus tristes recuerdos.

Ya hacía un lustro que su mujer y sus dos hijos pequeños le habían dado la espalda. Y de su madre, sólo se sabe que murió cuando Chito apenas reptaba entre la pubertad y la pre adolescencia. Por momentos la nostalgia lo invadía; unas veces lloraba a mares; otras, se desternillaba de risa, lo que era motivo para entregarse de nuevo a la embriaguez.

Sin embargo, Chito caía en la cuenta de que no estaba solo y triste del todo; la Petunia le sacaba carcajadas con sus piruetas y cabriolas, le era fiel a morir y aminoraba el peso de su soledad. Cuando él entraba en su trance de incoherencias, ella parecía comprenderlo.

Allá en su juventud lo tentaron unas cervezas, que departió con sus amigos; luego fueron pachas de guaro y, por último, su famoso sangolote que, se volvieron como acreedores implacables que lo obligaron a consumir más y más, hasta el punto de minarle su voluntad de abstención.

Chito era un hombre bueno, servicial y divertido; no ofendía a nadie en medio de sus borracheras. Cuando la gente lo convenía para que dejara el guaro, solía responder: “Es que yo quiero dejar de beber, pero no puedo. Quizá también bebo mucho porque soy solo. Si tuviera por lo menos madre, las cosas fueran distintas; pero no tengo madre”.

Un día, de un zarpazo, el diablillo del alcohol se avalanzó contra Chito. Fue una mañana lluviosa en que amaneció sin vida. La Petunia, agazapada en la puerta de la choza, repartía aullidos lastimeros, como queriendo comunicar a los vecinos que todo había terminado.

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