Vargas Llosa, el deicida irresponsable

El oficio de pensar es consustancial con la historia de la humanidad. Vinculado inicialmente a todo lo trascendental que inspiraba el intento de conocer el sentido de la propia existencia y de su propósito final, coqueteó primero con lo mágico para irse desplazando a lo teológico. Entre medias, en nuestro ámbito cultural, se fue creando un espacio peculiar para quienes hacían del pensamiento una forma de vida. Atenas y Roma constituyeron baluartes para esa práctica y pusieron los cimientos de lo que enseguida constituyó la tradición occidental. Si los filósofos de entonces no hicieron sino dar continuidad a las ideas que siglos antes habían ido germinando en oriente, sus supuestos fueron fundamentales para dar paso al Renacimiento y, más tarde, a la Ilustración.

Fue en el siglo XVIII en el que los maestros del pensamiento configuraron una imagen novedosa que llenó los salones de la aristocracia y que la burguesía ya consolidada supo convalidar. Más tarde, a finales del XIX, la nueva figura del intelectual vino a establecerse en la arena pública. Entonces coincidió un triple asentamiento:  la afirmación de la nación, la entrada de las masas en la política y la floración de nuevos mecanismos de difusión de las ideas. El recién llegado supo pronto que su actuación tenía efectos inequívocos en la realidad. A su actitud novedosa en la que se hizo imperativo decir la verdad al poder se unía la toma de conciencia de una insólita responsabilidad pública. Vinculado normalmente al mundo de la creación literaria el intelectual se validará por su compromiso en la propia tarea de pensar.

Hoy son personas cuya proyección puede ser mediática o vinculada a soportes comunicativos más estables. Llevan a cabo acciones que se expresan de manera puntual y espontánea o que tienen una cardencia sosegada y constante. Puros guiños que terminan evaporándose en el fragor del ruido diario, aldabonazos que despiertan temporalmente la conciencia, o cuya influencia es profunda y permanente. A veces el personaje público termina oculto por su obra, sea un exabrupto, una imagen o un denso tratado de pensamiento. La gente incluso llega a confundir la autoría con la obra, o, mejor, llega a olvidar a la primera en detrimento de la segunda. Una consecuencia de todo ello es el papel que desempeñan al promover religiones laicas y el consiguiente asentamiento de fanatismos dogmáticos.

Mario Vargas Llosa es el ejemplo por excelencia de uno de los intelectuales más relevantes en el ámbito del español. Su reconocimiento al máximo nivel como novelista, su presencia semanal como articulista en los principales medios, su tarea como conferenciante y su dinamismo en el mundo cultural constituyen su capital simbólico-cultural. Por otra parte, su notoriedad llena sesenta años de creación, de momentos felices, de polémicas relevantes, de amores y odios encendidos. Constituye también un ejemplo excelente de personaje público que en un momento concreto tuvo ambición política y que luego lo contó. Desde su tribuna abarca multitud de temas.

La política peruana se mueve desde hace décadas en un callejón de difícil salida tras haber superado hace un cuarto de siglo los embates de uno de los movimientos guerrilleros más agresivos de toda la región. Todos los presidentes que ha tenido el país desde 1985 hasta muy recientemente han tenido problemas con la justicia. El sistema de partidos prácticamente desapareció a partir de la década de 1990 sustituyéndose por camarillas de candidatos. Las relaciones entre el Poder Legislativo y el Legislativo son complejas cuando no malsanas. Sin embargo, de las diferentes dimensiones de la democracia como es la electoral las valoraciones de su rendimiento son correctas.

Así, el país viene celebrando ininterrumpidamente sus comicios presidenciales y legislativos cada cinco años con resultados aceptables y validados internacionalmente. Desde 2001 hasta 2021 los presidentes electos lo fueron desde posiciones políticas diferentes y el margen de victoria fue corto tendiendo a hacerse cada vez más pequeño. Así: Alejandro Toledo ganó en 2001 a Alan García por una ventaja del 6,2%, este a Ollanta Humala en 2006 por el 5,3%, este a Keiko Fujimori en 2011 por el 2,9%, Pedro Pablo Kuczynski a Keiko por el 0,3% en 2016 y, ahora, Pedro Castillo a Keiko, otra vez, por el 0,2%.

En su columna semanal del 20 de junio Vargas Llosa escribió: “Mi impresión, desde el lejano Madrid y a través de las múltiples y contradictorias informaciones que me llegan, es, cada día más, de que ha habido graves irregularidades… “ Tres semanas después sostuvo: “…la presidencia de Castillo parece consumarse pese al fraude perpetrado por Perú Libre que acompañó dichos comicios, por obra de un Jurado Nacional de Elecciones que resiste impávido todas las demostraciones en contrario”.

Con ello el afamado novelista comete dos graves deslices.

El primero tiene que ver con su caída en la moda presente del uso de los hechos alternativos. Frente a la existencia de una realidad evaluada y administrada por quienes están institucionalmente nominados para hacerlo exhibe una supuesta verdad diferente definida de manera ambigua y consistencia precaria. Su proclama es inmediatamente asumida como prueba fehaciente por la parte derrotada.

El segundo es más preocupante pues cae en una irresponsabilidad de lesa humanidad. De entre las muchas facetas que la actuación pública de un intelectual trae consigo hay dos que configuran un bucle cuyo hilo conductor es la idea de responsabilidad. Existe un compromiso del actor con las implicaciones que sus acciones generan en otros y se da un cierto nivel de exigencia a la hora de mantener coherencia con sus acciones realizadas en el tiempo.

Ahora bien, ésta es muy difícil de mantener a lo largo de una vida en cuyo entorno se registran tantos cambios ideológicos profundos. Vargas Llosa, que escribió en 1971 el ensayo sobre García Márquez titulado La historia de un deicidio, cuando apoyaba fervientemente la revolución cubana, ahora, parafraseando a Max Weber, abraza exclusivamente la ética de la convicción alejándose de la ética de la responsabilidad que exige tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia opinión. El Perú no lo merece.

Foto de dadevoti no Foter.com

Fuente: https://latinoamerica21.com

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