A cuanto lugar se dirigía, ella siempre portaba ‘la mecha’, que no era más que el revólver calibre 38, que halló mohoso en un contenedor de basura, luego de la retirada forzosa de aquellos hombres que se tomaron el pueblo, que no se sabía de dónde venían y que decían llamarse revolucionarios.
Por: Mario Juárez
En aquella ocasión, Marta, con manos temblorosas, tomó el revólver y lo guardó en su delantal. Una ambiciosa felicidad la invadió. La palabra “comercio” potenció la idea de ponerlo en venta. Pensó que el artefacto, desposeído de la herrumbre, y aplicarle un poco de brillo, le proporcionaría algún dinero, que tanta falta le hacía.
Ya en su casa, lo limpió con gas y lo pulió. Y mientras le daba los últimos retoques al arma, imaginaba los billetes, con que pagaba sus deudas en la tienda donde le daban fiado y al cobrador implacable, que berreaba al no recibir siquiera un abono. Una sonrisa asomó en sus labios y bendijo aquel objeto de hierro que de repente le había caído como un ángel salvador. Buscó un comprador.
“Lo mucho que puedo darte por este ‘bolado’ son cien pesos; ¿qué decís?, ¿los querés o no?”, le dijo el hombre. “¡Es verdad que estoy urgida de pisto, pero no es para tanto!”, le respondió ella, indignada. Y se marchó.
Después de deambular en muchos lugares, el revólver no halló prestamistas ni compradores. La Marta decidió entonces perder toda esperanza y prefirió mejor quedarse con él, en definitiva. Marta era sola. Con la venta de las tortillas y los tamales sostenía a sus hijos y a su mamá. El padre de los niños, hacía unos años, había partido hacia Canadá. Al principio les envió cartas y fotos, dólares y ropa para los chicos; luego vinieron otras cartas, pero esta vez con excusas sobre la crudeza del clima; lo difícil de conseguir trabajo. Después ya no llegaron misivas, ni fotos, ni billetes, ni esperanzas.
Al fin dio gracias a Dios de que fuera así. Y recordó aquellos días en que el hombre, desde la mañana hasta la noche, se la pasaba con sus amigos en la cantina; y si trabajaba y ganaba algo, todo iba a parar a la gaveta del expendio. Ya en la madrugada llegaba hecho una cuba, airado, exigiéndole comida caliente y otras cosas más.
El revólver le infundió esa ansiada seguridad que Marta nunca tuvo. A cualquier hora del día, el arma se ocultaba, ya sea en la cadera o en el pubis de la mujer, presto a obedecer ciegamente a su ama.
Cierto día, un acontecimiento inesperado vino a complicar su tranquilidad. Y es que, yendo al mercado junto a sus hijos, un ladrón le salió al paso y le exigió el dinero, producto de la venta, mostrándole un cuchillo al estilo ‘Rambo’. Ella, con su habitual paciencia, le dijo que le hiciera una espera…, y en un santiamén lo encañonó en pleno rostro. El delincuente se echó hacia atrás, lívido de terror, y desapareció como por ensalmo. Los transeúntes y demás curiosos abrieron la boca y le mostraron simpatía a la mujer.
La noticia no tardó en llegar al barrio, y la gente no hablaba más que de la mujer del revólver. La hazaña se escuchaba en la pupusería, en la cantina, en el molino, en el punto de buses, en los comedores y otros sitios. La Marta se creía la heroína de la película. Los hombres le lanzaban miradas de un modo distinto de lo habitual, y la Marta, por primera vez, creyó sentirse atraída desde que su marido emigró.