Política lumpen, Estado lumpen

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Cuando un Estado es lumpen, entonces ya no importan las injusticias, la pobreza extrema, los abusos de poder económico, la satrapía de los gobiernos, las mentiras para ganar, y pareciera que nadie puede impedir el narcotráfico y la corrupción total del cuerpo social. Pero no es así. En democracia lo que más se puede es el cambio y la voluntad de los ciudadanos. El país tiene fondo de valores e historia para hacerlo. Solo hay que encontrar la gente, ¡aunque vaya menuda tarea!

Chile no es un Estado fallido, pero va camino de serlo si sus élites políticas continúan el juego de la fragmentación, negación y oportunismo en todos los asuntos que requieren una Política de Estado. Hoy, las instituciones del país operan sin reglas de probidad, transparencia y control. Sin el principio de responsabilidad pública de aquellos que ejercen el poder o juegan para controlarlo, sus propuestas se disuelven en argumentos oportunistas y tautológicos sobre el interés propio, con ausencia absoluta del sentido de comunidad.

Esa conducta es el paso decisivo a la disolución de un Estado en su capacidad de garantizar tanto su propio funcionamiento como de servir a las necesidades básicas de su comunidad nacional. Ella, amparada en la bruma comunicacional que genera, impide la corrección de cara a la ciudadanía. El resultado final es la crisis de confianza ciudadana y la prescindencia de la política como opción racional.

En nuestro país esto ocurre en múltiples ámbitos. Entre los más preocupantes está lo que ocurre con las instituciones de la Defensa Nacional y las de Orden y Seguridad. En las primeras, desde hace años se constata corrupción en parte importante de sus mandos superiores, con apropiación indebida de recursos de sus instituciones, malversación de fondos, enriquecimiento ilícito y faltas reiteradas a la probidad e incluso sobornos. El nudo clave hoy es el Ejército, donde altos mandos están investigados y procesados por la justicia ordinaria. En mayor o menor medida, en casi 30 años, en todas se han dado hechos de esta naturaleza, siendo hoy el clímax más perturbador el del Ejército. En este, el propósito funcional de algunas de sus Direcciones, como la Dirección de Inteligencia, desarrollan derechamente actividades ilegales graves, como espionaje de periodistas, y sustraen recursos financieros y de confianza a un tema que el país requiere de manera vital, como es la inteligencia estratégica.

Toda esta actividad delictual de agentes del Estado ocurre en parte porque las adquisiciones de implementos militares y las asignaciones financieras reservadas de la Defensa se han transformado, por falta de control, en una especie de caja pagadora de corrupción. Desde hace mucho, las compras militares han presentado problemas de transparencia y probidad, ya sea por compras inducidas fraudulentamente, sobreprecios y otros hechos. La ausencia de investigaciones acuciosas de parte de los civiles que dirigen el sector, que podrían detectar los sobreprecios y sobornos que acompañan a este mercado, hacen suponer que la administración civil de la Defensa no solo omite su responsabilidad de control, sino que también pudiera participar directamente de esta esfera de corrupción.

Las policías, civil y uniformada, están en situación parecida. Si se acepta que ellas representan la expresión microsocial del poder político del Estado, el país está en un problema serio, pues no se han tomado medidas de fondo ante manifestaciones de crimen organizado al interior de Carabineros. Y lo que es peor, no inducida por una infiltración desde fuera, sino por iniciativa y organización de sus altos mandos.

Las consecuencias de todo lo anterior es que el país carezca de una estructura de inteligencia confiable para su seguridad interior y exterior, que los derechos políticos de los ciudadanos estén amenazados por quienes deberían garantizarlos, y que la criminalidad se extienda y se torne irreductible en sus parámetros de organización y arraigo social.

En el campo civil y administrativo la situación es igual o peor. Ya sea que se trate de la administración financiera del Estado y su consentimiento de contratos de trato directo; el funcionamiento del Poder Judicial o las actividades de representación política, sean partidos, parlamentarios o municipios.  En todos, la discrecionalidad y el desorden campean.

De hecho, todas las grandes licitaciones del Estado desde hace casi 20 años han terminado viciadas o judicializadas, incluso con funcionarios exonerados o presos y con un alto daño patrimonial fiscal y de reputación para el país. Un punto crítico son los municipios, que cada cierto tiempo viven oleadas de corrupción en torno a la recolección de basura, los temas ambientales o la especulación de terrenos y construcción, y que, muy cercanos a la ciudadanía, se han transformado, con escasas excepciones, en redes clientelares y nichos de corrupción.

La integración de los tribunales superiores de justicia, sometidos al vaivén de las presiones y favores políticos, enturbia la aplicación de justicia con legalidad y equidad. Y produce la sensación de impunidad frente a delitos de altos funcionarios, políticos o empresarios. El escándalo del financiamiento ilegal de la política de años pasados, que golpeó transversalmente a los más altos niveles de la política nacional, ha quedado prácticamente sin sanción, dejando un ambiente de impunidad y la sensación de que en los tribunales todo se puede.

En tales circunstancias, parece normal razonar que es una política lumpen la que induce al comportamiento lumpen de todo el Estado. Una política en que el beneficio propio de pícaros y toda clase de personajes –que tan bien describe el concepto lumpen del cual deriva esta idea– es el único vector que mueve a los actores en el escenario político. Sin motivación de honor, verdad, patria o comunidad nacional, la cual pierde ya cohesión, para dar paso a un Estado fallido.

Cuando un Estado es lumpen, entonces ya no importan las injusticias, la pobreza extrema, los abusos de poder económico, la satrapía de los gobiernos, las mentiras para ganar, y pareciera que nadie puede impedir el narcotráfico y la corrupción total del cuerpo social. Pero no es así. En democracia lo que más se puede es el cambio y la voluntad de los ciudadanos. El país tiene fondo de valores e historia para hacerlo. Solo hay que encontrar la gente, ¡aunque vaya menuda tarea!

Fuente: El Mostrador.

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