Perturbadora crisis de representatividad

Por Rodolfo Cardenal.

Los legisladores están para obedecer, no para pensar, mucho menos para discutir. No discuten los anteproyectos de ley y el trabajo de las comisiones es casi nulo. Aprueban casi toda la legislación con dispensa de trámite, es decir, sin conocimiento ni debate. La comisión del agua se negó a escuchar a la sociedad organizada, que pedía acceso universal a ese bien público vital. Las que dicen investigar la corrupción gubernamental pasada no descubren nada nuevo. Persisten porque sirven bien a la estrategia publicitaria presidencial, que se ensaña con Arena y el FMLN. Los legisladores no representan a quienes los eligieron, sino a Bukele y sus hermanos, que los colocaron en el escaño para dar formalidad jurídica a sus deseos.

La aplanadora oficialista legisla desde la ignorancia. En parte, porque la mayoría no tiene la educación y la experiencia mínima necesarias para desempeñar con solvencia una diputación; en parte, porque no le interesa el pensar y el sentir de sus representados, aun cuando asegura servir al pueblo. Uno de los diputados satélites del oficialismo reconoció públicamente sin vergüenza alguna que desconocía el bitcóin. Sus colegas no deben ser más entendidos, ya que Casa Presidencial, una vez aprobada la ley, solicitó una consultoría externa. Los términos de referencia hablan por sí mismos: beneficios de la criptomoneda; utilización por parte de los funcionarios, los empresarios y la ciudadanía; regulación, promoción, inversión en infraestructura y tecnologías emergentes; y brecha digital. Dicho de otra manera, aprobaron una ley sin saber qué aprobaban.

Otro tanto se observa en la purga de los jueces y los fiscales. Los considerandos de las leyes reformadas aluden a “la modernización” de la judicatura y a la regulación de la carrera fiscal. Poco después, Bukele dio la nota y diputados y funcionarios entonaron la justificación esperada: los mayores de 60 años o con más de 30 años de servicio fueron depuestos por corruptos. La relación entre la edad o los años de servicio, y la corrupción no ha sido establecida aún. Tampoco por qué algunos de los comprendidos en la purga continuarán en sus puestos, incluido el padre del fiscal general. La incoherencia y la irracionalidad no representan dificultad alguna para unos legisladores que saben bien a quién deben el escaño y para qué lo ocupan.

La práctica de esta legislatura obliga a cuestionar su utilidad. Se podría prescindir de ella, ya que no aporta ni controla. Bastaría con dejar constancia de la mayoría de votos del oficialismo y sus socios, y aplicarla automáticamente a los deseos presidenciales con formato de anteproyecto de ley. Eso supondría un ahorro considerable para la maltrecha economía pública, ya que no habría que pagar salarios y prestaciones por oprimir semanalmente un botón. Pero eso sería contra natura. Los legisladores sirven bien al amo a cambio de las comodidades y los privilegios del funcionario público de alto rango. La práctica legislativa actual no es nueva. Es idéntica a la de los partidos oficiales de los militares, de Arena y del FMLN. En realidad, el autoritarismo no necesita la formalidad institucional.

El oficialismo racionaliza con los resultados electorales su manera de proceder. “Si el pueblo […] otorga el poder para hacer cambios y el pueblo exige esos cambios, sería no menos que una traición no hacerlos”, declara Bukele, muy seguro de sí mismo. Pero se equivoca al suponer, sin fundamento, que el voto es una autorización para introducir “cambios” sin más y que puede dictar cuáles son los cambios convenientes para la ciudadanía. Prueba de ello es el creciente rechazo social a sus cambios. Las tres protestas masivas de septiembre son elocuentes. Manifiestan que el oficialismo no representa a una parte cada vez más significativa de la opinión pública. La reacción no se ha hecho esperar. La cuenta presidencial en Twitter es más irascible y la represión se cierne cada vez más amenazadora. El acoso se ha intensificado y ya utilizaron la primera lata de gas pimienta.

El régimen tolera mal el contraste entre la calle y el espejismo de las redes sociales. Mientras Bukele y los suyos desacreditan la protesta por considerarla comprada con dólares estadounidenses, por abusar de la tercera edad, por acarrear gente, por la ortografía popular, los descontentos ocupan resueltos el espacio público para gritar su frustración, su rechazo y su cólera. Y serían más si la Policía no entorpeciera concurrir a las convocatorias. El señalamiento a la líder de sus asesores venezolanos en la última protesta indica el nivel de la ira popular. Atribuir la protesta a Arena y al FMLN es reconocerles un poder de movilización que estos partidos perdieron hace ya tiempo.

El régimen sobrelleva una perturbadora crisis de representatividad y credibilidad. Su popularidad muestra fracturas que amenazan su estabilidad. Impotente, observa cómo pierde el control de la opinión pública. En el desconcierto, Bukele se ensaña con los chivos expiatorios de siempre y busca nuevas quimeras como el satélite para intentar contener la sangría de popularidad.

* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.

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