Desaparecidos

Por Jorge Carrillo Olea.

Es posible asegurar que no hay dolor humano más cruel que el causado por una desaparición. Cualquiera que fuera su forma y final, se sufre emocional y físicamente por el agudo sentimiento de frustración e impotencia que hunde ante la fuerza bruta de los captores.

Aun cuando la víctima consiga resistir durante el tiempo de su cautiverio, la huella dolorosa del agravio será eterna. La desaparición puede terminar con la liberación, el rescate o la muerte, pero sus efectos sicológicamente destructivos serán permanentes.

Tormento adicional para los ya de por sí abatidos deudos es imaginar los posibles sufrimientos por torturas a los que podría estar siendo sometida la víctima. Es frecuente que se prive a las familias de un cuerpo que llorar, de información, incluso de la simple certeza, y de cierto consuelo si se llega a conocer la muerte del ser querido. Y ahí se inicia otro infierno: la identificación y disposición del cadáver.

El sufrimiento inicial de los deudos dura hasta la localización de la persona o personas desaparecidas; en otros casos se mantiene con el conocimiento de la muerte, aunque quizá con un amargo alivio si el cadáver se recupera. En cualquier caso, el dolor nunca concluirá.

El allegado a un desaparecido padece, pues, eternamente, ya que la secuela traumática es una herida profunda que no cierra, o que se reabre cada día tal vez sostenida por vanas ilusiones.

Las causas de las ausencias son en la mayoría de los casos actos criminales. Otras personas desaparecen accidentalmente por sucesos inesperados, como una inundación, incendio o naufragio. También hay quienes se esfuman voluntariamente buscando una nueva vida.

México se acerca a una cifra nefasta: 100 mil personas desaparecidas o no localizadas, según la Comisión Nacional de Búsqueda, organismo que, asegura, lleva este registro desde 1964. Hasta 1984 la respuesta gubernamental al problema era meramente política, en tanto que el ejecutor de acciones criminales, entre éstas las torturas y desapariciones, se encontraba dentro del mismo gobierno: la Dirección Federal de Seguridad, de tenebroso récord.

A partir de 1984 la atención tomó perfiles humanitarios. En trabajo conjunto con organizaciones sociales, de las que el Comité Eureka, de Rosario Ibarra, sería el mejor ejemplo, se logró devolver serenidad, principalmente a numerosas madres. La base conjunta de nombres de desaparecidos era de poco más de 400 casos; aquello sobre los que hubo una buena o mínima resolución para las familias fueron escasos.

Por desgracia, poco a poco se identificó que muchos casos eran desapariciones definitivas. El Comité Eureka, fiel a sus principios, nunca lo aceptó. También se llegó a ubicar a reclusos internados con nombres falsos a quienes lógicamente se buscaba con su verdadera identidad, lo que hacía difícil su localización.

Años después, a partir de 1989, se volvió a la visión policiaca, aunque aderezada sólo con leves esfuerzos oficiales, más que nada de simulación. Vestía mucho el título del puesto relativo a la atención de los derechos humanos, pero el resultado fue escaso. Es teniendo en la memoria aquellas lamentables inercias del pasado que hoy se aplaude el compromiso presidencial de redefinir metas y protocolos de trabajo en la materia.

Para ello se confió en Alejandro Encinas nombrándolo subsecretario de Gobernación. Es funcionario de gran prestigio, sensibilidad y experiencia. De tres años de trabajo en favor de derechos humanos, su voz acepta que el rendimiento es aún insuficiente; lo reconoce con integridad que alienta. Como triste logro, ya están a la vista decenas de fosas clandestinas, cientos de cadáveres anónimos y cientos de criminales impunes.

Es posible escribir así porque el subsecretario, con su entereza, lo estimula. Son verdades que se deben revelar pese a lo que demuestran: dolor humano, criminales sin castigo y autoridades federales, estatales y municipales ­irresponsables.

Se están revelando amargas realidades que describen la magnitud y complejidad de un problema casi abandonado por autoridades anteriores. Sólo aquellos que no han vivido en carne propia los sufrimientos señalados no entenderán los alcances de este drama.

Los ausentes y sus deudos no son simples números; se trata de seres humanos invadidos de dolor e incertidumbre. De cada desaparecido, siempre es esperado su retorno. Es una historia de sufrimiento y esperanza.

Recién ha venido a México el Comité de Naciones Unidas contra las Desapariciones Forzadas, ante el que Alejandro Encinas, después de informar de logros e insatisfacciones, explicó que “se está construyendo un nuevo paradigma en materia de las políticas públicas y de las responsabilidades del Estado para enfrentar esta crisis, que no hemos podido superar pero que estamos empeñados en que el Estado mexicano cumpla con su responsabilidad”.

Ojalá que las tan reiteradas noticias sobre crímenes de este orden sigan alertando a la comunidad. Ojalá que las informaciones amargas no insensibilicen a quien las conozca, lo que sería terrible para la armonía humana. Ojalá no se genere un sentimiento de normalización ante el fenómeno, lo que significaría renunciar a valores humanitarios esenciales. Ojalá no perdamos respeto por quien sufre ni perdamos la esperanza de alivio.

Fuente: La Jornada.

 

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