¿Por qué una persona que desaparece no es encontrada? La periodista recopila los casos ocurridos después de la dictadura e indaga en la mala calidad de las investigaciones judiciales y las deficiencias de las burocracias estatales.
En 1983, en el filo entre la dictadura y la democracia, Charly García escribió Los Dinousarios, un himno del rock nacional pero también una promesa frente a los años que vendrían: “Los dinosaurios van a desaparecer”. Sin embargo, Ximena Tordini, que dedicó los últimos siete años a investigar las ausencias de personas en la Argentina actual, optó por otra estrofa de la canción, cargada de presente, para abrir uno de los capítulos del libro que acaba de publicar por la editorial Siglo XXI: “La persona que amas puede desaparecer”. Un temor latente que se puede volver una realidad gracias a la mala calidad de las investigaciones judiciales y a las deficiencias de las burocracias estatales. Quiénes son, qué pasó con ellos y por qué la justicia y el Estado deberían despabilarse se pregunta Tordini en Desaparecidos y desaparecidas en la Argentina contemporánea.
La periodista –directora de Comunicación del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y editora de la revista Crisis– repasó con Página/12 los ejes de su investigación, que se inició en 2013 con la propuesta de un editor de escribir un libro sobre los desaparecidos de la democracia.
–Entonces había grupos de desapariciones que llamaban la atención –cuenta Tordini–. El que tenía más cobertura los medios, más políticas estatales y despliegue comunicacional, porque no solo se trataba de notas en los diarios sino de series de televisión, era la desaparición de mujeres atribuida a la existencia de un sistema de explotación sexual cuyo primer paso era el secuestro de esas mujeres para introducirlas en esa red que se la presentaba como que tenía un funcionamiento clandestino y que, de alguna manera, reproducía las imágenes que existen sobre la desaparición en la dictadura. El caso a partir del que todo se construyó fue la desaparición de Marita Verón, que la justicia dio por probado que este tipo de operatoria ocurrió en su desaparición. Había un título que se repetía mucho en esos años que decía que había 600 mujeres desaparecidas secuestradas por las redes de trata.
–¿Cuál era el segundo grupo?
–También había, en ese momento, otro conjunto de desaparecidos que son los que se atribuyen a la violencia policial, a la violencia institucional o a la violencia estatal, como uno lo llame, pero eso siempre tiene una cobertura más acotada a cierto tipo de medios, a espacios progresistas. Nunca tuvo ese nivel de visibilidad, de producción cultural, de películas, de series ni de políticas públicas. De esos dos fenómenos, empecé a investigar primero el de las mujeres porque me era más desconocido. Después de todo ese ciclo, la relación entre la desaparición de mujeres jóvenes y la existencia de redes de trata de personas nunca pudo ser demostrada. Esa causalidad mecánica que existía empezó en los últimos años a ser cuestionada y se empezó a pensar que esas mujeres no están desaparecidas en redes de trata, sino por otros fenómenos sociales, básicamente la violencia machista y la mala calidad de las investigaciones judiciales que fue transformando en desapariciones situaciones de violencia, trágicas y crueles, que podrían haberse dilucidado en el momento.
–¿Por qué no habla de desaparecidos en democracia?
–Yo empecé también con esa categoría. Entiendo que es una forma social que se construyó para hablar de los desaparecidos que no son los desaparecidos de la dictadura. Sin embargo, cuando lo querés usar para explicar algo –que es para lo que tiene que servir una categoría–, empieza a tener un montón de problemas. Primero, porque durante el período que comprende la dictadura también hubo personas desaparecidas que no están desaparecidas porque un aparato represivo estatal con fines de persecución política las secuestró y las desapareció, sino por otros fenómenos. No es que no hubo mujeres desaparecidas por la violencia machista en el período comprendido por la dictadura y antes. Cuando nosotros decimos desaparecidos de la dictadura, la dictadura es la responsable de esas desapariciones. Eso tiene un poder explicativo. No podríamos decir que la democracia como régimen político tiene un plan para desaparecer a un conjunto de personas y dentro de ese conjunto de personas pondríamos a Luis Espinoza (que fue asesinado por la policía y desaparecido el año pasado), a Mariela Tasat (que estuvo quince años desaparecida por mal funcionamiento de la burocracia de la investigación judicial) y a Sofía Herrera (que no sabemos qué le pasó). A mí me parece que cuando se usa esa categoría de desaparecidos de la democracia se empieza a establecer como cierta jerarquía respecto a la gravedad del fenómeno. Lo que termina pasando es que en ese grupo se pone a las personas cuya desaparición se puede asociar a la violencia estatal directa y todos los otros desaparecidos quedan fuera de ese relato, lo cual me parece realmente problemático.
—Usted se pregunta cómo opera el poder desaparecedor, retomando la idea de Pilar Calveiro, y pese a todo, ¿se podría decir que el Estado sigue siendo un poder desaparecedor pese a que no tenga una motivación?
–Tomé esa categoría porque me parece que tiene mucho poder explicativo respecto de la dictadura, pero porque ella al final de Poder y Desaparición dice que debemos preguntarnos ahora cómo se recicla el poder desaparecedor porque pensar que va a desaparecer como por arte de magia es una ilusión. De alguna forma partí de esa pregunta. Efectivamente encontramos lugares donde el poder desaparecedor del Estado está viviendo y está produciendo desapariciones. Esa práctica de desaparición ha mutado porque no es producto de un plan del Estado para perseguir y desaparecer a los militantes políticos o a las opositores a un régimen, pero sí existe en las fuerzas de seguridad en distintos lugares del país ese poder de desaparecer. Hay también un poder de desaparecer que reside en la burocracia. No es concertado pero, en la medida que ya sabemos que el sistema de gestión de la muerte de todos nosotros y el sistema de identificación de la Argentina tienen una gran cantidad de debilidades que producen una cantidad enorme de personas que están sin identidad enterradas –o que fueron pasadas a osarios, es decir, que ya no están– y el Estado no toma las decisiones para resolver eso, evidentemente hay una responsabilidad del Estado en la producción de esas desapariciones. Luego, hay una forma de funcionamiento del Poder Judicial, especialmente cuando las personas que son denunciadas como desaparecidas pertenecen a los sectores populares. Por no investigar como corresponde produce desapariciones donde en el principio hay otro tipo de fenómenos: hay un suicidio, hay un accidente, hay un homicidio, también a veces está la voluntad de una persona de separarse de su grupo de pertenencia, pero eso es algo que tiene que ser dilucidado, no puede invocarse como excusa para no investigar. Yo lo que creo que pasa es que hay muchos funcionarios y funcionarias que no son conscientes de que están siendo parte de la producción de un desaparecido o desaparecida.
—¿Se puede afirmar que lo que fallan son los controles, el entrecruzamiento de datos y todo lo que pueda considerarse como una respuesta más sistémica por parte de la justicia?
–Sí, y nadie rinde cuentas por este tipo de desastres porque no está del todo reportado como problema, entonces pocas veces este funcionamiento tiene un escrutinio público. Pocas veces es una noticia y, cuando lo es, raramente se visibilizan cuáles son las consecuencias que se toman en las causas judiciales, no en los juicios, sino en el desarrollo de un expediente.
–¿Cómo puede ser que, pese a la omnipresencia de la figura de la desaparición en la política argentina, la burocracia aún no sepa qué hacer frente a una desaparición?
–Desde afuera del Estado, un conjunto de actores fueron capaces de reconstruir cómo funcionaba una parte del dispositivo de desaparición de la dictadura. Una de esas vías de desaparición fue el enterramiento de personas sin su identidad en lugares que no eran clandestinos, sino que eran los cementerios, es decir, dentro del sistema estatal. Todo eso se pudo reconstruir porque lo sospecharon las Madres durante la dictadura y después de ahí un montón de gente: Clyde Snow, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y otros investigadores. Sin embargo, este conjunto de conocimientos que permitió encontrar a muchos desaparecidos de la dictadura no se empezó a conectar con lo que estaba pasando en el presente hasta más o menos 2012, cuando hay una relación entre el EAAF y el Ministerio de Seguridad en el momento en que Nilda Garré era ministra. Ahí se empezó a pensar que quizá estaba pasando lo mismo, que personas que se están buscando como desaparecidas estén enterradas sin identificar. El asunto es que todo esto sucedió en la periferia del Estado, por eso digo que la burocracia no aprendió. Entonces la posibilidad de desaparecer dentro del Estado estaba persistiendo –hasta hoy persiste– a pesar de todo ese conocimiento que tenemos porque lo investigamos para encontrar a los desaparecidos de la dictadura.
–¿Por qué esto no se traduce en reformas institucionales entonces?
–No es que hay que hacer una gigantesca reforma institucional con un montón de recursos estatales, simplemente hay que hacer que el sistema de identificación argentino alcance a las personas muertas, de manera tal que no haya personas que estén siendo buscadas como desaparecidas que el Estado tenga ya a través de sus huellas registradas como muertas. Después hay otras desapariciones que son de un orden más complejo que resolver la burocracia de la identificación. No podemos ni siquiera empezar a distinguir en un principio cuál es una desaparición que corresponde a una persona que tuvo un accidente en la calle de una desaparición como en el caso de Damián Stefanini, donde se presupone que hay una hipótesis de criminalidad.
–¿Por qué opta por contar la desaparición de Miguel Bru en la voz de su madre, Rosa?
–A mí me interesaba hablar con Rosa porque me impacta siempre que ella dice que por el juicio de Miguel hay un policía que está condenado y que está preso, pero que eso a ella no le significa nada. Me parece que eso expresa qué es una desaparición, cómo la persistencia de la desaparición únicamente se puede reparar con la aparición. Yo no tengo la experiencia de tener a una persona cercana a mí desaparecida y entonces no quería decir yo esto que acabo de decir. Además, Rosa es una figura del movimiento de derechos humanos argentino y es una persona que ha ayudado mucho a otros. De hecho, que Johana Ramallo haya podido ser encontrada e identificada fue porque Rosa todos los días mira los diarios para ver si hay hallazgos de restos de personas muertas porque está buscando a su hijo y porque sabe cómo funciona el sistema.
–¿Según su lectura el Estado dice que Jorge Julio López podría estar enterrado en una dependencia estatal y no saberlo?
–Yo no investigué en sí el caso porque hay investigaciones sobre eso, como la de Werner Pertot y Luciana Rosende. Hay dos cosas que me parecen expresivas en el caso López. Una es que el Estado se relaciona con el caso como si fuera un misterio irresoluble. Pasan los años, todos los años hacen un informe y el informe dice que se está haciendo lo mismo que el año anterior. La incertidumbre persiste y parece que nadie toma la decisión de investigar seriamente qué le pasó a Jorge Julio López. La segunda cuestión es que, en los últimos años, se informa que se está investigando a las personas enterradas sin identificar, cosa que me parece preocupante porque el mismo Estado te está diciendo que López quizá está enterrado en un cementerio y no lo sabemos después de quince años. Ese todavía no lo sabemos merecería un escándalo.
–¿Por qué los desaparecidos de La Tablada se cayeron de la agenda de la memoria?
–Iván Ruiz, José Díaz, Carlos Samojedny y Francisco Provenzano son desaparecidos por el ejército durante un gobierno constitucional. Sin embargo, no forman parte de la agenda de la memoria, verdad y la justicia porque yo creo que se los considera «víctimas no inocentes». Una operación que es extraña, los desaparecidos durante la dictadura que pertenecieron a organizaciones revolucionarias deberían ser valorados de la misma manera. Hay algo particular en cómo la condena política al intento de copamiento por parte del MTP en el ’89 aplastó la posibilidad de denunciar la gravedad de las violaciones a los derechos humanos que se cometieron en la respuesta militar y del gobierno de Alfonsín a ese copamiento. La desaparición de cuatro personas, de ninguna manera puede ser justificada como parte de un operativo represivo; el fusilamiento de las personas que se habían rendido, tampoco. El mismo Estado nacional hace una reivindicación de la recuperación del cuartel y un homenaje a los militares que murieron, pero ninguna de esas reivindicaciones mencionan que allí se produjeron graves violaciones a los derechos humanos y que hay una persona condenada, Alfredo Arrillaga.
–La burocracia no aprendió, ¿pero qué no aprendió el periodismo frente a casos de desapariciones?
–La desaparición genera un cierto magnetismo narrativo, que es el del misterio. Por algún motivo a algunas de esas desapariciones los medios les ven la veta de producir sentido y sostener el misterio. La desaparición de Cecilia Giubileo es muy emblemática respecto a eso. Cada uno de nosotros, los que tenemos memoria de ese momento, debemos poder jugar tres o cuatro teorías diferentes sobre qué le pasó y millones de conspiraciones, y todo eso fue construido por los medios. Esa operación la seguimos viendo en muchos medios. De hecho, la volvimos a ver con el caso Tehuel cuando cubrían en vivo los rastrillajes. Es parte de cubrir las desapariciones con la lógica del formato de la ficción policial. Hay otra cuestión que no es solo del periodismo, sino de las organizaciones políticas y de derechos humanos, que es que muy rápido se pretende poner a una desaparición en serie con otras, muchas veces antes de haber realizado los primeros pasos de una investigación. Lo cierto es que cuando una persona desaparece no sabemos lo que le pasó y muchas veces, muy rápido, se pretende explicar esa desaparición por lo que le pasó a otras personas antes. Esa forma de construcción de los casos ha sido muy problemática, por ejemplo, en los casos de trata de personas. Esto es lo que dice la mamá de Mariela Tasat. A Mariela la atropelló el tren y su mamá estuvo quince años pensando que había sido víctima de una red de explotación sexual. Esas narrativas sobre la desaparición que encasillan los casos no son inocuas.
Fuente: Página12.