Vivimos en tiempos de crisis y de tan grandes cambios, que ya no podemos predecir cómo nos encontraremos el año que viene. Es en estas circunstancias que reflexiono, desde la incertidumbre, con más dudas que certezas, pero con anhelo de compartir mi búsqueda con la de ustedes.
Por: Arianne van Andel*
Primero, quiero confesarles un extraño alivio que he sentido desde que surgió la pandemia. Me duele el profundo sufrimiento humano, los muertos, y las injusticias del sistema que se revelan en toda su crudeza, pero tengo la sensación de que el mundo tome consciencia por primera vez de la profundidad de la crisis en que estamos. Un virus vino sólo a revelarla, porque ya estamos desde hace tiempo al borde del precipicio. “La normalidad era la emergencia”, dijo Noami Klein en un webinar, sólo que tan pocos lo veían.
El alivio me llegó por el hecho de ya no estar sola con esta sensación de pesadez y tristeza frente a la realidad. Por años, trabajando las consecuencias de la crisis climática, he sentido que vivía en un mundo surreal, donde las personas en mi alrededor seguían viviendo su rutina eterna, corriendo sin parar, como si fuera que no pasaba nada.
Tenía la frustración que Greta Thunberg ha expresado tantas veces, que no podíamos resolver una crisis que no tratamos como crisis. “Tenemos que parar el mundo, y reflexionar a dónde queremos ir”, he pensado tantas veces, pero el capitalismo parecía imparable. Hasta que llegó un virus, y nos obligó a parar, y nos enfrentó a todos con la realidad de vivir en crisis. El alivio es el que surge cuando ya no necesitas fingir o aparentar, como cuando el doctor por fin te cuenta lo que tienes, aunque sea una mala noticia.
El virus, aunque no directamente relacionado con el cambio climático, nos reveló que no estamos bien como humanidad, y que esa es la única realidad que tenemos.
¿Pero qué mal estamos? En conversatorios sobre el cambio climático inevitablemente sale esta pregunta: ¿Hay todavía esperanza? ¿Y qué es esta esperanza, dónde la encontramos? En los ojos de las personas que preguntan veo generalmente tanta ansiedad, que es tentador suavizar rápidamente.
No quiero sembrar desesperanza y depresión y por ende suelo dar esta respuesta: que hay muchas discusiones –también en la ciencia- sobre el grado de peligro en que estamos, sobre la probabilidad de los puntos sin retorno, y acerca de nuestras posibilidades de revertir la situación… que el futuro siempre está abierto, que por supuesto podemos cambiar el rumbo. No sé si me sale del todo convencida, pero lo digo.
Sin embargo, últimamente me he cuestionado sobre la pregunta misma, y sus interpretaciones en nuestra tradición cristiana. Hoy quizás preguntaría: ¿Qué quieres decir con esperanza? ¿Qué anhelas escuchar? ¿No sería que esta esperanza misma es parte del problema? No se equivocan, para mí la esperanza ha sido un concepto fundamental en todos estos años, pero he ido notando que el concepto en la tradición cristiana no siempre es un término que moviliza, y en esta crisis no hay tiempo para esperar.
Cuando interpretamos “esperanza” como una solución garantizada en el futuro, por nosotros seres humanos o por Dios, no quiero darla. Esa interpretación de esperanza se nutre con otras tendencias en el cristianismo, que creo necesitamos revisar.
Primero, el judeo cristianismo es una tradición de carácter histórico, con una percepción lineal del tiempo, dirigido hacia el futuro. Por un lado, ésta percepción la ha guardado del determinismo, con un optimismo frente a la posibilidad del cambio y de la conversión: es un pleito de libertad y de crítica a factores socio-culturales que nos determinan. Sin embargo, ese mismo rasgo tiene el peligro de dar más importancia al futuro que al presente. Enfoca la mirada hacia adelante, hacia la meta, el objetivo o hasta la victoria, en desmedro del proceso o de lo que estamos viviendo ahora. Y hasta puede ocurrir, que el presente sólo obtiene sentido por la existencia de este futuro, y que la esperanza se funde con ello.
Segundo, nuestra tradición es inherentemente pro-vida (en su sentido amplio). Diferente a otras religiones, muestra una lucha contra las fuerzas de la muerte, y representa la muerte -especialmente la muerte prematura, o por injusticias- como una realidad que no puede tener la última palabra. Es inconcebible que la muerte sí pudiera ganarnos al final de este camino, que la humanidad se podría extinguir. Comparto desde mis entrañas esta creencia en un Dios de la Vida, pero estoy dándome cuenta del otro lado.
Fácilmente sublimamos la muerte, tratamos de vestirla con imágenes del cielo, de vida eterna, de resurrección. Una amiga entrañable me sugirió esta Pascua, que tendríamos que dar más peso al Sábado Santo. Que sublimar la muerte no siempre nos ayuda a asumirla, a encararla, a hablar con ella, y así también dar el valor real a la vida en este planeta, que es absolutamente única e irreemplazable.
Tercero, la tradición cristiana es antropocéntrica, lo que ciertamente da una responsabilidad especial a los seres humanos. Nos visualiza como imagen y co-creadores de Dios, pero debido a nuestras imágenes muy espiritualizadas de Dios, eso ha creado un dualismo en que hemos sub-valorado nuestra corporalidad, nuestras emociones e impulsos, y nuestro ser parte de la naturaleza.
Estos días de la pandemia se revela hasta qué punto hemos sub-valorado las profesiones que se ocupan del sustento y cuidado básico de la vida: las personas que cuidan los enfermes, nuestros niños y adultos mayores, que cultivan la tierra, limpian, sacan la basura, entierran los muertos. Muchas de ellas son mujeres. No podemos enfrentar la crisis en que estamos, si no superamos estos dualismos y nos empezamos a re-conectar con la tierra, empezando por lo que nos sostiene cada día. Si seguimos buscando la esperanza sólo en nuestra parte racional y soluciones que salen de nuestro intelecto, hay poca esperanza.
Tomando en serio estas tres trampas de nuestra tradición, invito a llenar el concepto desde tres conceptos diferentes: coraje, confianza y comunidad. Una científica del clima me dijo una vez: Necesitamos coraje más que esperanza. Coraje para permanecer en Sábado Santo y asumir la tristeza y el duelo de las tremendas pérdidas que ya significa el cambio climático, y que vendrán.
Coraje para mirar y sentir las heridas del presente, sin querer saltar a la solución de inmediato. Coraje para aguantar el “no saber”, y la vulnerabilidad de fondo. También coraje para poder hacer los cambios que vamos a tener que hacer, a nivel colectivo e individual. El cambio siempre cuesta y pide coraje para enfrentar lo nuevo, más cuando algunos de estos cambios significan pérdidas, adaptación, y sacrificio de comodidades que parecían estables. Coraje además para revelar y denunciar todo el egoísmo, la avaricia y la injusticia que nos des-espera.
El coraje se acompaña de confianza. La confianza, más que la esperanza, brota en las relaciones interpersonales hoy. Cuando estamos más conectados al presente, y a lo que valoramos hoy, podemos confiar en que brotarán las intuiciones para los cambios.
Confianza es una piedra fundamental para la construcción en conjunto, para poder hacer tu parte y dejar el resto a otras personas. Confianza también surge cuando descubrimos que no todas las posibilidades y oportunidades están en mi horizonte, y que por eso, pueden ocurrir cosas in-esperadas. La confianza ayuda a creer que cada acción que hago tiene un efecto indeleble, y es de suma importancia hoy, como me lo recordó una maestra holandesa estos días.
Coraje y confianza se aprenden en comunidad. En tiempos de crisis aprendemos como nunca cómo nos necesitamos en nuestra gran y misteriosa interdependencia, y de cómo nos podemos acompañar en dolor y alegría. En los tiempos de crisis que son y serán, solo en comunidad nos podemos cuidar, y podemos construir día tras día otra realidad. Lo he visto en los últimos meses, en Chile, en el estallido social, y ahora en la pandemia: coraje, confianza y comunidad creciente. Eso es ahora: “miren que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan?” (Isaías 43,19).
*Agenda latinoamericana mundial