Noam Chomsky
En la siguiente entrevista, Noam Chomsky, académico de renombre mundial y destacado disidente, aborda estos acontecimientos en una entrevista exclusiva con su habitual colaborador, C. J. Polychroniou, para la revista Truthout. Subraya que debemos dar prioridad a salvar vidas humanas -y no al castigo de Rusia- a la hora de determinar los próximos movimientos.
Noam, el presidente ruso, Vladimir Putin, declaró la semana pasada en una conferencia de prensa conjunta con su aliado, el presidente bielorruso Alexander Lukashenko, que las conversaciones de paz han llegado a un «callejón sin salida» y que la invasión continúa según lo previsto. De hecho, prometió que la guerra continuará hasta que se completen todos los objetivos que se fijaron al inicio de la invasión. ¿No quiere Putin la paz en Ucrania? ¿Está realmente en guerra con la OTAN y los Estados Unidos? Si es así, teniendo en cuenta sobre todo lo peligrosa que ha sido hasta ahora la política de Occidente hacia Rusia, ¿qué se puede hacer hoy para evitar que todo un país sea potencialmente borrado del mapa?
Antes de continuar con esta discusión, me gustaría recalcar, una vez más, el punto más importante: Nuestra principal preocupación debería consistir en pensar detenidamente qué podemos hacer para poner fin rápidamente a la criminal invasión rusa y salvar a las víctimas ucranianas de más horrores. Por desgracia, hay muchos que encuentran más satisfactorios los pronunciamientos heroicos que esta tarea necesaria. No resulta nada novedoso en la historia, lamentablemente. Como siempre, debemos tener muy presente la cuestión primordial y actuar en consecuencia.
Volviendo a tu comentario, la última pregunta es, con mucho, la más importante; volveré a las anteriores.
Hay, básicamente, dos maneras de que termine esta guerra: un acuerdo diplomático negociado o la destrucción de uno u otro bando, ya sea rápidamente o por medio de una agonía prolongada. Y no será Rusia la que se vea destruida. Es indiscutible que Rusia tiene la capacidad de arrasar Ucrania, y si Putin y su cohorte se ven abocados al paredón, podrían hacer uso de esta capacidad en su desesperación. Esa debería ser seguramente la expectativa de aquellos que retratan a Putin como un «loco» inmerso en delirios de nacionalismo romántico y aspiraciones globales salvajes.
Ese es claramente un experimento por el que nadie quiere pasar, por lo menos nadie que tenga la más mínima preocupación por los ucranianos.
Se hace necesaria la matización, por desgracia. Hay voces respetadas en la corriente dominante que sostienen simultáneamente dos puntos de vista: (1) Putin es, en efecto, un «loco desquiciado» que es capaz de todo y que podría arremeter salvajemente por venganza si se ve acorralado; (2) «Ucrania tiene que vencer. Ese es el único resultado aceptable». Podemos ayudar a Ucrania a derrotar a Rusia, dicen, suministrándole equipos militares avanzados y entrenamiento, y poniendo a Putin contra la pared.
Esas dos posturas sólo pueden sostenerlas simultáneamente aquellas personas a las que les importe tan poco el destino de los ucranianos que estén dispuestas a probar un experimento para ver si el «loco desquiciado» se escabulle derrotado o utiliza la fuerza abrumadora que tiene a su disposición para arrasar Ucrania. En cualquiera de los dos casos, ganan los defensores de estos dos puntos de vista. Si Putin acepta tranquilamente la derrota, ganan ellos. Si destruye Ucrania, ganan: justificará medidas mucho más duras para castigar a Rusia.
No deja de ser interesante que esa voluntad de jugar con la vida y el destino de los ucranianos reciba grandes elogios, e incluso se considere una postura noble y valiente. Quizás se nos podrían ocurrir otras palabras.
Dejando a un lado la matización -lamentablemente necesaria en esta extraña cultura- la respuesta a la pregunta planteada parece bastante clara: emprender esfuerzos diplomáticos serios para poner fin al conflicto. Por supuesto, esa no es la respuesta para aquellos cuyo objetivo principal es castigar a Rusia: luchar contra ella hasta el último ucraniano, tal como describe el embajador Chas Freeman la actual política de Estados Unidos, asunto este que hemos debatido.
El marco básico para un acuerdo diplomático se entiende desde hace mucho tiempo y lo ha reiterado el presidente ucraniano, Volodimir Zelenski. En primer lugar, la neutralización de Ucrania, otorgándole un estatus más bien parecido al de México o Austria. Segundo, aplazar el asunto de Crimea. En tercer lugar, la adopción de un alto nivel de autonomía para el Donbás, tal vez dentro de un acuerdo federal, para que se resuelva preferiblemente en términos de un referéndum internacional.
La política oficial de los Estados Unidos sigue rechazando todo esto. Los altos funcionarios de la administración no se limitan a reconocer que «con anterioridad a la invasión rusa de Ucrania, los Estados Unidos no hicieron ningún esfuerzo por abordar una de las principales preocupaciones de seguridad sobre las que Vladimir Putin se ha manifestado con más frecuencia: la posibilidad de que Ucrania entrara en la OTAN». Se alaban a si mismos por haber adoptado esta posición, que bien puede haber sido un factor que impulsara a Putin en su agresión criminal. Y los Estados Unidos siguen manteniendo esta posición hoy, obstaculizando así un acuerdo negociado según las líneas esbozadas por Zelenski, sea cual sea el coste que suponga para los ucranianos.
¿Puede aún alcanzarse un acuerdo en esas líneas generales, como parecía probable antes de la invasión rusa? Sólo hay una forma de averiguarlo: intentarlo. El embajador Freeman dista de ser es el único de los analistas occidentales informados que reprende al gobierno de Estados Unidos por haber «estado ausente [de los esfuerzos diplomáticos] y, en el peor de los casos, haberse opuesto implícitamente» a ellos con sus acciones y su retórica. Eso, continúa, es «lo contrario de la diplomacia y el arte de gobernar» y un amargo golpe para los ucranianos al prolongar el conflicto. Otros respetados analistas, como Anatol Lieven, están en general de acuerdo, reconociendo que, como mínimo, «los Estados Unidos no han hecho nada para facilitar la diplomacia».
Lamentablemente, las voces racionales, por muy respetadas que sean, quedan al margen del debate, dejando la palabra a los que quieren castigar a Rusia, hasta el último ucraniano.
En la rueda de prensa, Putin pareció unirse a los Estados Unidos en su preferencia por «lo contrario del arte de gobernar y la diplomacia», aunque sus comentarios no cierran estas opciones. Si las conversaciones de paz se encuentran hoy en un «callejón sin salida», eso no significa que no puedan reanudarse, en el mejor de los casos con la participación comprometida de las grandes potencias, China y los Estados Unidos.
China se ve condenada, con razón, por su falta de voluntad a la hora de facilitar «la diplomacia y el arte de gobernar». Los Estados Unidos, como de costumbre, está exentos de críticas en los medios de comunicación y en las revistas norteamericanas (aunque no del todo), salvo por el hecho de no proporcionar más armas para prolongar el conflicto o utilizar otras medidas para castigar a los rusos, que es la preocupación dominante, al parecer.
Una medida que podrían aplicar los Estados Unidos es la que se propone desde los pasillos de la Facultad de Derecho de Harvard, en el supuesto extremo liberal de la opinión. El profesor emérito Laurence Tribe y el estudiante de derecho Jeremy Lewin proponen que el presidente Joe Biden siga el precedente establecido por George W. Bush en 2003, cuando se incautó de «los fondos iraquíes depositados en bancos estadounidenses, destinando lo recaudado a ayudar al pueblo iraquí y a compensar a las víctimas del terrorismo».
¿Hizo el presidente Bush algo más en 2003 «para ayudar al pueblo iraquí»? Esa molesta pregunta sólo la plantearían los culpables del pecado de «Y tú más», uno de los recientes artificios destinados que se preste atención alguna a nuestras propias acciones y sus consecuencias en la actualidad.
Los autores reconocen que hay algunos problemas en la congelación de fondos que se han mantenido por seguridad en los bancos de Nueva York. Traen a colación la congelación de los fondos de Afganistán por parte de la administración Biden, que fue «controvertida, debido sobre todo a las cuestiones no resueltas relativas al embargo judicial de los activos y las reclamaciones de asignación entre demandantes en conflicto… demandas presentadas por los familiares de los muertos o heridos en el 11-S».
No se menciona, y quizá no sea controvertido, el drama de las madres afganas que ven a sus hijos morir de hambre porque no pueden acceder a sus cuentas bancarias para comprar alimentos en los mercados, y en general al destino de millones de afganos que se enfrentan a la inanición.
El principal analista de política exterior de The New York Times, Thomas Friedman, ofrece, sin quererlo, otros comentarios relacionados con los esfuerzos del presidente Bush en 2003 para «ayudar al pueblo iraquí»: “¿Cómo lidiar con una superpotencia dirigida por un criminal de guerra?”
¿Quién podría imaginar que una superpotencia pudiera estar dirigida por un criminal de guerra en esta época tan ilustrada? Un dilema difícil de afrontar, incluso de contemplar, en un país de prístina inocencia como el nuestro.
¿No es de extrañar que la parte más civilizada del mundo, sobre todo el Sur Global, contemple el espectáculo que se está desarrollando aquí con asombro e incredulidad?
Volviendo a la rueda de prensa de prensa, Putin sí declaró que la invasión estaba procediendo según lo planeado y que continuaría hasta que se alcanzaran los objetivos iniciales. Si el consenso de los analistas militares y de las élites políticas occidentales está cerca de ser exacto, esa es la forma en que Putin reconoce que los objetivos iniciales de conquistar rápidamente Kiev e instalar un gobierno títere hubieron de abandonarse debido a la feroz y valiente resistencia ucraniana, dejando al descubierto al ejército ruso como un tigre de papel incapaz incluso de conquistar ciudades situadas a pocos kilómetros de su frontera que están defendidas por un ejército mayoritariamente de ciudadanos.
A continuación, el consenso de los expertos extrae otra conclusión: los Estados Unidos y Europa deben dedicar aún más recursos a protegerse de la próxima embestida de este monstruo militar rapaz que está dispuesto a lanzar un ataque para apabullar a la OTAN y a los Estados Unidos.
La lógica resulta aplastante.
De acuerdo con ese consenso, Rusia anda ahora revisando sus planes ya descartados y está concentrándose en un gran ataque en la región del Donbás, donde se informa de que unas 15.000 personas han sido asesinadas desde el levantamiento del Maidán en 2014. ¿Por quién? No debería ser difícil de determinar con muchos observadores de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) sobre el terreno.
Me parece ir demasiado lejos concluir que Putin tiene como objetivo la guerra con la OTAN y los Estados Unidos, es decir, la aniquilación mutua. Creo que quiere la paz, de acuerdo con sus términos (¿qué monstruo no la quiere?) Cuáles son esas condiciones sólo podemos descubrirlas tratando de averiguarlas, a través del «arte de gobierno y la diplomacia». No podemos averiguarlo negándonos a participar en esta opción, negándonos incluso a contemplarla o discutirla. No podemos averiguarlo llevando a cabo la política oficial anunciada el pasado septiembre y reforzada en noviembre, asuntos que hemos discutido en repetidas ocasiones: la política oficial de los Estados Unidos sobre Ucrania que la «prensa libre» oculta a los estadounidenses, pero que seguramente la inteligencia rusa, que tiene acceso a la página digital de la Casa Blanca, estudia muy cuidadosamente.
Volviendo al punto esencial, deberíamos hacer lo que podamos para poner fin a la agresión criminal y hacerlo de una manera que salve a los ucranianos de un mayor sufrimiento e incluso de una posible destrucción si Putin y su círculo se ven contra la paredón sin salida. Eso exige un movimiento popular que presione a los Estados Unidos para que dé marcha atrás en su política oficial y se sume a la diplomacia y al arte de gobierno. Las medidas punitivas (sanciones, apoyo militar a Ucrania) podrían estar justificadas si contribuyen a este fin, no si están destinadas a castigar a los rusos mientras prolongan la agonía y amenazan a Ucrania con la destrucción, con indecibles ramificaciones más allá de ello.
Hay informes no confirmados de que Rusia ha utilizado armas químicas en la ciudad ucraniana que ha sido quizá la más brutalmente atacada: Mariúpol. A su vez, el gobierno del Reino Unido se apresuró a anunciar con bastante audacia que «todas las opciones están sobre la mesa» si estos informes son correctos. De hecho, el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, ya ha declarado que ese hecho «cambiaría totalmente la naturaleza del conflicto». ¿Qué significa eso de que «todas las opciones están sobre la mesa»? ¿Podría eso incluir una hipótesis en la que la guerra de Ucrania pudiera volverse nuclear?
La frase «todas las opciones están sobre la mesa» es normal en lo que pasa por arte de gobierno en los Estados Unidos y el Reino Unido, todo ello violación directa de la Carta de la ONU (y si a alguien le importara, de la Constitución de los Estados Unidos). No sabemos qué puede haber en las mentes de quienes emiten regularmente estas declaraciones. Tal vez quieran decir lo que dicen las palabras: que los Estados Unidos están preparados para recurrir a las armas nucleares, con lo que muy probablemente se destruirán a sí mismos junto con gran parte de la vida en la Tierra (aunque los escarabajos y las bacterias pueden proliferar). Tal vez eso sea tolerable en sus mentes si al menos castiga a los rusos, que, nos dicen, son una maldición tan irremediable que la única solución puede ser el “aislamiento permanente de Rusia” o incluso el “Rusia delenda est”.
No cabe duda de que es conveniente preocuparse mucho por el uso de armas químicas, aunque no se confirme. A riesgo de un mayor “Y tú más”, deberíamos también preocuparnos por los informes bien confirmados de fetos deformados en los hospitales de Saigón en este momento, entre los terribles resultados de la guerra química desatada por la administración Kennedy para destruir las cosechas y los bosques, una parte central del programa para «proteger» a la población rural que apoyaba al Vietcong, como bien sabía Washington. Deberíamos estar lo suficientemente preocupados como para hacer algo que palíe las consecuencias de estos terribles programas.
Que Rusia pueda haber utilizado o que esté contemplando el uso de armas químicas, es decididamente un asunto de profunda preocupación.
También se afirma que miles de ucranianos han sido deportados por la fuerza desde Mariúpol a zonas remotas de Rusia, lo que evoca oscuros recuerdos de las deportaciones masivas soviéticas bajo el mandato de Stalin. Los funcionarios del Kremlin han rechazado tales afirmaciones como «mentiras», pero han hablado abiertamente de reubicar a los civiles atrapados en Mariúpol. Si los informes de deportaciones forzadas de civiles de Mariúpol a Rusia se demuestran ciertos, ¿cuál sería el propósito de tales acciones reprobables? ¿No se sumarían a la lista de crímenes de guerra de Putin?
Seguramente se sumarían a la lista, ya bastante larga. Y, por fortuna, sabremos mucho acerca de estos crímenes. Ya se están llevando a cabo amplias investigaciones sobre los crímenes de guerra rusos y, a pesar de las dificultades técnicas, seguirán adelante.
Eso también resulta normal. Cuando son los enemigos los que cometen los crímenes, se pone en marcha una gran maquinaria para revelar hasta el más mínimo detalle. Como debe hacerse. No hay que ocultar ni olvidar los crímenes de guerra.
Lamentablemente, esa es una práctica casi universal en los Estados Unidos. Se acaban de mencionar varios de los innumerables ejemplos. Pero el hecho de que el hegemón global de hoy adopte las reprobables prácticas de sus predecesores nos deja aún la libertad de exponer los crímenes de los enemigos oficiales de hoy, una tarea que hay que llevar a cabo, y que en este caso seguramente se llevará a cabo. Otros fuera del alcance del sistema de propaganda de Estados Unidos se horrorizarán por la hipocresía, pero eso no es razón para no dar la bienvenida a un desvelamiento altamente selectivo de los crímenes de guerra.
Quienes tengan algún perverso interés en escrutarse a sí mismos pueden aprender varias lecciones de la forma en que se manejan las atrocidades cuando se ponen al descubierto. El caso más notable es el de la matanza de My Lai, que finalmente se reconoció después de que un reportero independiente, Seymour Hersh, le desvelara el crimen a Occidente. En Vietnam del Sur se conocía desde hacía tiempo, pero no despertó mucha atención. El centro médico cuáquero de Quang Ngai ni siquiera se molestó en denunciarlo porque esos crímenes eran muy comunes. De hecho, la investigación oficial del gobierno estadounidense encontró otro igual en el vecino pueblo de My Khe.
La matanza de My Lai pudo quedar absorbida en el seno del sistema de propaganda al restringir la culpa a los soldados sobre el terreno que no sabían quién sería el siguiente en tirotearles. Quedaron exentos -y siguen estándolo- quienes les enviaron a estas expediciones de asesinatos en masa. Además, centrarse en uno de los muchos crímenes sobre el terreno sirvió para ocultar el hecho de que eran una mera nota a pie de página de una enorme campaña de bombardeos de matanza y destrucción dirigida desde oficinas con aire acondicionado, y que suprimieron en su mayor parte los medios de comunicación, aunque Edward Herman y yo pudimos escribir sobre ello en 1979, recurriendo a los detallados estudios que nos proporcionó el corresponsal de Newsweek Kevin Buckley, que había investigado el crimen junto con su colega Alex Shimkin, pero de los que no pudo publicar más que fragmentos.
Fuera de estos casos, que son raros, los crímenes en Estados Unidos no se analizan y se sabe poco de ellos. Una vieja historia entre los muy poderosos.
No resulta fácil comprender qué hay en el fondo de la mente de los criminales de guerra como Putin -o de los que no existen, según el canon que predican los expertos delNew York Times, que se horrorizan al descubrir que existen criminales de guerra-, por referirnos a enemigos oficiales.
Finlandia y Suecia parecen estar animándose con la idea de ingresar en la OTAN. En caso de ingreso, Rusia ha amenazado con desplegar armas nucleares y misiles hipersónicos en la región del Báltico. ¿Tiene sentido que los países neutrales entren en la OTAN? ¿Tienen realmente motivos para preocuparse por su propia seguridad?
Volvamos al abrumador consenso de los analistas militares y las élites políticas occidentales: el ejército ruso es tan débil e incompetente que no podría conquistar ciudades cercanas a su frontera defendidas mayoritariamente por un ejército de ciudadanos. Así que, por lo tanto, los que tienen un poder militar abrumador deben estar temblando en sus botas por su seguridad frente a este impresionante poder militar en marcha.
Se puede entender por qué esta concepción debe ser la favorita en las oficinas de Lockheed Martin y otros contratistas militares del principal exportador de armas del mundo, saboreando las nuevas perspectivas de ampliar sus abultadas arcas. El hecho de que se acepte en círculos mucho más amplios, y que además dirija la política, quizá merezca de nuevo alguna reflexión.
Rusia dispone de armas avanzadas, que pueden destruir (aunque evidentemente no conquistar), según se desprende de la experiencia de Ucrania. Para Finlandia y Suecia, abandonar la neutralidad y entrar en la OTAN podría aumentar la probabilidad de que se usen. Dado que el argumento de la seguridad no es fácil de tomar en serio, esa parece ser la consecuencia más probable de su ingreso en la OTAN.
También vale la pena reconocer que Finlandia y Suecia ya están bastante bien integradas en el sistema de mando de la OTAN, lo mismo que venía sucediendo con Ucrania desde 2014, lo que se solidificó aún más con las declaraciones políticas oficiales del gobierno de los Estados Unidos de septiembre y noviembre pasados y la negativa de la administración Biden «a abordar una de las principales preocupaciones de seguridad más a menudo formuladas por Vladimir Putin -la posibilidad de que Ucrania ingresara en la OTAN»- en vísperas de la invasión.