Fidel, el joven mayor

Por: Hassán Pérez Casabona

En un mundo lleno de contrasentidos la desmemoria se convierte en pieza clave para acentuar la dominación imperialista. Las élites –que no dejan de despreciar a nuestros pueblos- se refocilan en mecanismos de manipulación ideológica y cultural, con el propósito de que no tengamos herramientas para pelear en el terreno de las ideas. Una de las claves macabras, para subyugar y expoliar, es la carencia de conexión con el pasado de luchas y que no esté a la mano el colosal acervo que nos entregaron nuestros predecesores.

En América Latina las oligarquías le temen de manera particular a las masas populares porque conocen las enormes potencialidades de los de “abajo”, si estos se deciden a pelear resueltamente por su destino. El conocimiento de la historia, entre múltiples aportaciones, trae consigo la capacidad de iluminar el presente, en la medida que tiende nexos con el legado que nos antecedió. El valor de su estudio se acrecienta a partir de los puentes que construye hacia un nuevo porvenir.

Fidel Castro constituye uno de los grandes referentes de todas las épocas para los revolucionarios del mundo. Su estatura como guerrillero,  líder político, jefe de Estado e intelectual impactó de manera profunda en el imaginario de los pueblos, a partir de que su quehacer estuvo identificado con las mejores causas del orbe.

Estudiar su pensamiento es una necesidad inexcusable de uno a otro confín de la geografía planetaria, principalmente para los pueblos de Nuestra América. El accionar llevado adelante de manera límpida por el Comandante en Jefe es síntesis de las mejores tradiciones de lucha emprendidas durante centurias, al tiempo en que confirma la manera mediante la cual bebió del ideario de los hombres más prominentes consagrados a la emancipación, a lo largo de la historia.

“El futuro de nuestra Revolución dependerá del grado en que las nuevas generaciones sean capaces de profundizar en una conciencia verdaderamente revolucionaria”.

De las múltiples esferas que el líder histórico de la Revolución Cubana labró quiero referirme esta vez a su especial relación con los jóvenes. Ese vínculo con los continuadores de su obra –cargado en sí mismo de enorme simbolismo- representa a la vez una de las cotas más altas de la capacidad de refundarse del socialismo antillano. Ello se explica porque de forma invariable estuvo en el horizonte la participación decisiva de las noveles generaciones, oportunidad creada precisamente por los fundadores de la epopeya libertaria.

Más que recrear las innumerables ocasiones en que dialogó con estudiantes y jóvenes, desde el parto mismo de la gesta que despertó admiración de una a otra latitud, lo primero que debemos precisar es que Fidel fue, a lo largo de toda su vida, un joven por el ímpetu, rebeldía y entusiasmo con que asumió cada tarea y promovió la marcha para sobrepasar los más enconados obstáculos que encontró.

Para él la juventud fue mucho más que una etapa temporal asociada a un momento específico de la vida. En su mente y comportamiento creer en los jóvenes es, además de la confianza en un sector pletórico de ensoñaciones y deseos por edificar nuevos senderos, demostración palpable de que interpretó cada batalla con los bríos de quienes no dejan de imaginar derroteros por los que aún no transitaron, con la singularidad de que a cada empresa le fue incorporando la experiencia ganada en el fragor de la lucha.

Desde esa óptica, imposible de aquilatar para los que se parapetan en posiciones dogmáticas, Fidel fue de principio a fin un fundador de su modelo de actuación y, por consiguiente, de las enseñanzas que ofreció a su pueblo.

La juventud para él fue también la posibilidad de experimentar y reinventar los caminos, sin perder los alicientes asociados a la primera vez con que nos enrolamos en una labor. Claro que ese enlace desde una dimensión dialéctica colosal no es resultado de la divina providencia, sino de la manera con que asumió, y se preparó, para sortear valladares que paralizaron a muchos en otras partes del mundo.

Lo primero es que nunca dejó de estudiar, meditar y razonar. Comprendió, como pocas veces ocurrió en la historia, que solo así podían sortearse con éxito los retos relacionados con un orden internacional plagado de injusticias. Constancia, vitalidad y motivación perenne de pelear en el terreno de las ideas representan también atributos que se entrelazaron con un quehacer que no abandonó la pureza identificada en la juventud.

No tuvo, asimismo, miedo a errar dentro de ese proceso imperfecto e inacabado que constituye erigir una sociedad diferente, donde los seres humanos seamos verdaderos protagonistas de nuestro destino. Tenía claridad en el baluarte que emana del aprendizaje y de la potencia de este para rectificar la ruta cuando el propósito cenital se levantó sobre bases surgidas del vientre del pueblo.

Es cierto que en su personalidad se combinaron desde la niñez aspectos que contribuyeron a fraguar un carácter excepcionalmente dotado para asumir con optimismo los más difíciles entuertos. Lo es también que el contacto incesante con la realidad, y una sensibilidad especial para captar los problemas de los olvidados, le pertrecharon de un arsenal impresionante en el terreno de los argumentos, y de las herramientas para diseñar acciones en beneficio de los sectores con mayor vulnerabilidad social.

La relación de Fidel con su pueblo tampoco es resultado del azar (más allá de la manera legítima en que millones de personas en todo el orbe identificaron su figura y ejemplo desde proporciones que trascendían lo terrenal) sino que solo puede entenderse desde la “magia” creada a partir de los primeros momentos (cuando sentenció que al autor intelectual del Moncada era José Martí) y cultivada hasta el instante final.

Cantata por Fidel en la escalinata de la Universidad de la Habana. Foto: Ismael Francisco/Cubadebate

Cantata por Fidel en la escalinata de la Universidad de la Habana. Foto: Ismael Francisco/Cubadebate

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nunca dejó de poner su oído y corazón en sintonía con el clamor popular, (como expresó con su agudeza característica Raúl Roa: “escuchando la hierba crecer”) en la misma medida en que lo desvelaba cualquier afrenta contra la condición humana, cometida en el paraje más insospechado de la geografía planetaria.

De ahí que, en consonancia, nuestra política exterior poseyera desde el alumbramiento un claro sentido tercer mundista, integracionista y antiimperialista, en defensa además de todas las causas nobles del globo terráqueo. En consecuencia los “agradecidos” por la obra de Fidel –es algo que sus adversarios no pudieron desconocer desde que irrumpió en el escenario internacional- son millones de uno a otro punto cardinal pues, en gran medida, las culturas, causas y aspiraciones vinculadas con sus pueblos originarios (unido a la ayuda en disímiles campos de nuestro país, y de manera particularmente hermosa en la formación de recursos humanos) fueron representadas por él en cuanta tribuna asistió.

Su voz, por tanto, nunca fue solo la “palabra precisa” para desenmascarar a los enemigos de la Mayor de las Antillas sino que a través de ella colocó igualmente en lo más alto, desde las más variadas tesituras y colores, las aspiraciones libertarias de quienes durante centurias fueron silenciados.

“Creer en la juventud es ver en la juventud la mejor materia prima de la patria, la mejor materia prima de la Revolución”.

Ahora bien, su relación con los jóvenes es paradigmática al tiempo que inexorablemente reveló la anunciación de un tiempo cualitativamente superior. Dicho de otra manera: cada intercambio de Fidel con niños, adolescentes, estudiantes y jóvenes de todos los sectores debe aquilatarse desde un carácter tridimensional porque evidencia su condición invariable de desarrollarse antes descrita; la confianza en los más nuevos y, no menos importante esto último, el mensaje anticipatorio de esos intercambios con respecto a la sociedad  necesaria y posible a edificar.

Esto no se habría logrado si su trato con los retoños del proyecto hubiera tenido como eje las posturas paternalistas con que, en no pocas oportunidades, los mayores suelen corresponder a los que vienen detrás. Nada más alejado de la ejecutoria fidelista, quién tuvo la peculiaridad no observada en el pasado de hacer sentir incluso a escolares de primaria y secundaria como personas importantes, en el momento en que ellos conversaban con su líder.

No en balde, en la clausura del Congreso Nacional de la Asociación de Jóvenes Rebeldes (AJR), el 4 de abril de 1962 en el Estadio Latinoamericano, expresó con claridad lo que sería la manera inalterable en que se desplegarían los vínculos en el proceso revolucionario.

“Creer en los jóvenes determina una conducta, y la conducta de nosotros, dirigentes revolucionarios, no sería la misma, si no tuviésemos fe en los jóvenes; si no creyésemos en los jóvenes, nuestra conducta y nuestra actitud sería distinta; nuestro trabajo con los jóvenes sería distinto y los resultados, de no creer o de creer, serían también muy distintos. Es necesario que creamos en los jóvenes. Creer en los jóvenes no es ver en los jóvenes a la parte del pueblo simplemente entusiasta: no es ver en los jóvenes a aquella parte del pueblo entusiasta pero irreflexiva; llena de energía, pero incapaz, sin experiencia. Creer en los jóvenes no es ver a los jóvenes simplemente con ese desdén con que muchas veces las personas adultas miran hacia la juventud. Creer en los jóvenes es ver en ellos además de entusiasmo, capacidad; además de energía, responsabilidad; además de juventud, pureza, heroísmo, carácter, voluntad, amor a la patria ¡fe en la patria!, ¡amor a la Revolución, fe en la Revolución, confianza en sí mismos!, convicción profunda de que la juventud puede, de que la juventud es capaz, convicción profunda de que sobre los hombros de la juventud se pueden depositar grandes tareas”.  [1]

Nunca se ausentó de las sesiones en los congresos pioneriles y confesó más de una vez que aprendía muchísimo de esos intercambios. En el caso de los estudiantes de la enseñanza media y las universidades esa condición también se puso de manifiesto, al punto que las principales autoridades académicas del país reconocían que, a partir de la impronta que el Comandante le imprimía a esos debates, el verdadero congreso de la educación superior cubana no era otro que el máximo evento de la Federación Estudiantil Universitaria.

Cantata por Fidel en la escalinata de la Universidad de la Habana. Foto: Ismael Francisco/Cubadebate

Cantata por Fidel en la escalinata de la Universidad de la Habana. Foto: Ismael Francisco/Cubadebate

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

No es posible siquiera contabilizar el número de veces en que se reunió, en todo el país, con jóvenes de diversas edades y profesiones. Asimismo las innumerables horas que dedicó a intercambiar con estudiantes y líderes juveniles de todas las regiones del planeta, en  encuentros de extraordinaria valía en los cuales sus intervenciones devenían en clases magistrales, a partir del examen detallado de la sociedad capitalista y las alternativas de lucha.

Es un hecho que Fidel siempre estuvo arropado por los jóvenes, en una hermosa relación en la cual los que no llegaban o apenas rebasaban dos décadas de vida le trasmitían sus energías a la persona con mayor sensibilidad para recibirla,  y multiplicarla luego, mediante su entrega incondicional, en fuerza telúrica capaz de concitar respeto y admiración, más allá de ideologías y credos.

De igual manera el Comandante no dejó de explicar que las tareas estaban en constante ejecución y perfeccionamiento. Ese enfoque hizo posible que todos se incorporaran a las misiones con la certeza de que cada tiempo brindaba la oportunidad de engendrar un nuevo heroísmo.

En la inauguración de la Escuela Secundaria Básica en el Campo Ernesto Che Guevara, el 7 de enero de 1971, afirmó:

“Porque si la sociedad del pasado tenía que producir un hombre egoísta, una fiera prácticamente, la sociedad nuestra tiene que producir  un hombre hermanado por todos los vínculos humanos posibles. (…) Todo no está hecho, afortunadamente para ustedes. Casi todo está por hacer. Ustedes los jóvenes tendrán que participar decididamente en lo mucho que falta por hacer, en lo mucho que está por hacer. Nuestro esfuerzo es prepararlos a ustedes para la vida del futuro”. [2]

En la clausura del II Congreso de la UJC, efectuada el 4 de abril de 1972 en el Teatro de la Central de Trabajadores de Cuba, señaló con emoción: “Es decir, que históricamente en nuestra patria los hombres de la edad de ustedes fueron gestores y ejecutores de las grandes revoluciones. (…) Pero nosotros creemos firmemente que si a otras generaciones les tocó desempeñar otras tareas, ustedes tienen en esta época grandes tareas. (…) ¡Ustedes tienen en sus manos una Revolución! Llevarla adelante hasta sus últimas consecuencias; insuflarle su espíritu, su fuerza, su intransigencia, su pureza de principios, sus convicciones; llevarla tan lejos como sea posible; esa es la tarea de ustedes”. [3]

Recuerdo una vez al Comandante Juan Almeida Bosque, uno de los imprescindibles de la epopeya, confesar que él y el resto de los compañeros que siguieron al entonces recién graduado de abogado, vieron como Fidel “crecía y crecía a lo largo del tiempo”. Esa definición retrata por entero la manera en que la figura del nacido en Birán el 13 de agosto de 1926 caló en su pueblo y, en particular, entre los más jóvenes que se incorporaban a la travesía maravillosa de realizar (en las palabras de Raúl) “ese viaje a lo ignoto que es el socialismo”.

La Universidad de La Habana fue un sitio entrañable para él, desde que casi un adolescente llegó allí después de culminar de forma brillante los estudios en el Colegio de Belén, otra institución en la que dejó una huella especial.

Tras el triunfo del 1ero de enero de 1959 sus visitas eran constantes a la Colina, para sostener animadas charlas con los educandos y profesores, las cuales se extendían hasta la madrugada. En el tono íntimo que distinguió su manera de expresarse, Fidel hizo cómplice a aquellos estudiantes de diferentes carreras sobre varios de los planes estratégicos que la nación se proponía llevar a cabo.

Décadas más tarde la escena se repetía, si bien el panorama en el país (signado por los altos niveles educacionales) y los contextos foráneos se habían modificado sustancialmente. Solo como botón de muestra diré que entre 1998 y 2001 el Comandante en Jefe visitó la UH en 18 ocasiones, por motivos diversos y, en todos los casos, conversó con los estudiantes que nos congregamos en la Plaza Ignacio Agramonte, en la Biblioteca Central Rubén Martínez Villena o en el Aula Magna.

Cada personalidad recibida en esos predios quedó impresionada por la manera en que el presidente cubano se comunicaba con los jóvenes. Ninguno de los que participamos en esos encuentros olvidaremos jamás sus reflexiones acerca de complejas temáticas internacionales, el análisis sobre las tareas en las que se encontraba inmerso nuestro pueblo, las precisiones relacionadas con determinados asuntos, la necesidad de que nos sumáramos a diversas encomiendas, o su sonrisa ante el comentario de algún estudiante. [4]

Fidel Castro en la Universidad de La Habana. Foto: Roberto Chile

Fidel Castro en la Universidad de La Habana. Foto: Roberto Chile

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Era, en el mejor espíritu de la pedagogía socrática, un ejercicio de invaluable valor, ya que en la medida que movilizaba a un núcleo juvenil para la comprensión de determinada medida, o participación en cuestiones específicas, recibía de primera mano las valoraciones sobre el avance del país de un sector caracterizado por la sinceridad y el desenfado. En realidad no existió dicotomía entre esos encuentros con un grupo reducido de personas y los que sostuvo en la Plaza con más de un millón de cubanos.

Un solo Fidel, coherente y seductor, lograba en ambos ámbitos trasladar la magnitud de la gesta en la cual todos éramos protagonistas. Esa cualidad suya, no concebir el esfuerzo de ningún ciudadano como actor de reparto sino colocar en el borde delantero, con independencia de las peculiaridades de cada actividad,  a niños, jóvenes y ancianos por igual es también una de las grandes aportaciones de su praxis revolucionaria.

Hoy necesitamos un Fidel que funja como guía hacia nuevos derroteros, desde la certeza de que su ejemplo posee la hondura para desentrañar las maquinaciones imperiales. Traer a la cotidianidad a ese Comandante vivo y fecundo es una tarea de todos, la cual tiene como único requerimiento hacerlo desde la fuerza creadora que brota de sus ideas, y no a manera de decálogos o versículos a declamar.

No se trata de un compendio de todas las esferas en las que incursionó, empresa imposible de lograr ni siquiera para un conjunto de investigadores que de manera simultánea se dedicaran a ello, en tanto lo profuso de una obra desplegada durante más de medio siglo y con resonancias globales. La clave está en proseguir estudiando a profundidad a un hombre universal, sin el cual no se puede entender nuestra historia, ni vencer en los complejos escenarios futuros.

(Tomado de Resumen Latinoamericano)

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