Relato: Un poeta leal

El amor por el arte lo había transportado al esplendor de aquella sala del Teatro Nacional.

Por: Mario Juárez

Al momento que sus ojos se rindieron de deleite ante el hechizo de aquella pintura de mujeres con cabelleras largas al viento, entre mangos multicolores con tonos pastel sobre la bóveda del techo, el joven poeta, en un rincón del palco, sintió inflamado su corazón y, al mismo tiempo, sus sentidos se vieron abrasados por el espectáculo de aquellas actrices de ojos lascivos, realzados por el maquillaje, de pechos como la porcelana, con falditas de provocativos pliegues, enseñando sus piernas en unas medias rojas que provocaban el delirio de los hombres, el bardo creyó que soñaba.

Una mirada amorosa brilló ante los ojos distraídos de Claudio que, como despertando de su ensoñación, reconoció la picarona sonrisa de la actriz, que no hizo más que despertarle mil recuerdos de aquel amor sincero, casi sublime, sin malicias, que había sentido por Margarita, durante tres años, allá en Atiquizaya. La actriz era encantadora; de ese tipo de mujeres que ejercen a su antojo una fascinación sobre los hombres. Su rostro era ovalado, color marfil, boca roja como la granada, de mentón fino. Bajo sus párpados de curvadas pestañas y ojos de esmeralda, se adivinaba una mirada lánguida, en la que centelleaban los ardores de lo prohibido.

Ella era la alegría de la sala, en la que todos los ojos estaban dirigidos a su talle bien ceñido y en sus contoneos excitantes. En su juventud no había recibido más instrucción que el baile y no poseía más picardía que la de los sentidos y la bondad de las mujeres enamoradas.

“¡Cómo se ve que esa actriz está loca por usted; no ha dejado de mirarlo!”, le dijo un hombre de mayor edad, que se había instalado junto a él. “¡Tiene suerte usted!”

Hubo un momento en que Claudio, viendo aquella criatura que hacía movimientos voluptuosos, quiso anteponer el amor sensual al amor casto y depurado que sintiera por su Margarita; no obstante, el goce al deseo y el demonio de la lujuria no dejaban de martillarle su pensamiento.

“Como le digo, usted tiene suerte de verdad, ¡Y es claro, obvio! ¡Más si usted, que está en la flor de la juventud, como ella! –continuó el viejo-; si me permite, yo podría contarle un poco sobre de la historia de esta muchacha… Sabe, ella se vino muy jovencita de su pueblo, de Chalatenango. Su madre la echó del hogar porque a la chica se le metió entre ceja y ceja ser bailarina y no una secretaria como su progenitora pretendía. Al principio, ya en San Salvador, sólo cosechó desdichas, aguantó hambre y otros tormentos, hasta que una compañía de teatro la contrató por su exuberante belleza y talento para el baile. Bueno, entró al mundo del teatro por desesperación. Pronto conoció un dandy, o aún mejor, un ‘sugar daddy”, como se conocen hoy, a quien ella quiso como una especie de padre protector y no porque lo amara realmente.

Si lo toleró, fue por su dinero. Ha rechazado ya las más tentadoras proposiciones. Dicen sus amigas que Coralia está harta de que muchos señores solo quieren cubrirla de regalos por pasar una noche con ella. Casi siempre todas sus amigas pasan consolándola porque no es feliz como quisiera. Usted podría convertirse en su primer amor”.

“Ah, pobre chica”, dijo Claudio, y le contó sobre sus amores con Margarita, aquella campesina de Atiquizaya, buena, sencilla y bella como las flores del campo. A ella le debe los mejores versos, a ella los mejores poemas.

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