Opinión UCA: Nada nuevo

La ínfima transparencia de este gobierno en el manejo de la cosa pública no es nada nuevo. No se trata de un asunto de desinterés o de un descuido, sino de una realidad respaldada por una serie de retrocesos en el acceso a la información.

Se trata de un revés impuesto por la administración Bukele y sus satélites, por ejemplo: un instituto, creado para garantizar dicha transparencia, cooptado por el Órgano Ejecutivo, o la creación de instrumentos como la “Ley para el uso de productos para tratamientos médicos en situaciones excepcionales de salud pública ocasionadas por la pandemia covid-19”, mejor conocida como “Ley Alabí” en honor al Ministro de Salud, que no es otra cosa que un recurso legal para blindar a quienes realizaron compras, con fondos públicos, durante la pandemia.

Esta suerte de oscurantismo político, además de configurar faltas graves -o futuros delitos- es, fundamentalmente, antidemocrática. Por mucha propaganda que se haga, gobernar desde las sombras y no informar a la sociedad, o peor, desinformarla, no es más que otro peldaño del autoritarismo y un profundo deterioro de la institucionalidad. A su vez, tal retroceso trasciende en tanto que genera más desconfianza (política y económica) a nivel internacional. Ahora bien, esa cultura de opacidad y secretismo tiene efectos o consecuencias directas, pero también impactos de largo alcance. En relación con los efectos directos, evidentemente resalta la corrupción. Sin embargo, la expansión del secretismo, la negación y la reserva en la atención de los asuntos de interés nacional (económicos, sociales, políticos, ambientales o culturales), va más allá de la manipulación relacionada con las arcas del Estado. Por supuesto que la corrupción es un lastre en la región y un claro obstáculo para el bienestar colectivo.

Pero es que la opacidad que perfila o caracteriza a las autoridades no se reduce a los intereses económicos de los grupos cercanos al presidente -por ejemplo, todo lo sórdido que envuelve al proyecto Chivo Wallet-, también permea a los demás ámbitos del Estado y a distintos niveles de funcionarios públicos. Como se ha señalado en otras ocasiones, y por distintas voces, hasta ahora poco se sabe, y poco se ha discutido, sobre aspectos elementales para el país y para la sociedad. Tal es el caso del proyecto de presupuesto para el año 2023, o la tan difundida, por la fracción legislativa de Nuevas Ideas, reforma a la ley de pensiones. En resumen, se trata de una práctica que se va afianzando como una huella identitaria del actual gobierno, como un elemento representativo de la cultura política de quienes dirigen El Salvador.

En cuanto a los impactos de largo alcance, el hecho de privar de información a la ciudadanía puede llegar a convertirse en una costumbre social en detrimento de la convivencia ciudadana. El Salvador es un país caracterizado por la utilización de la violencia ante cualquier circunstancia, la falta de transparencia y el ocultamiento de información relevante no abona a una cultura de diálogo y de paz. Aunado a ello, el secretismo, y protección, de instituciones como el Ejército facilita arbitrariedades y violaciones de los derechos humanos, así como ocurrió con ocho jóvenes en la comunidad del Bajo Lempa1; por citar solo un ejemplo.

Más allá de todo el retroceso que implica, en términos políticos y en cuanto a construcción de ciudadanía, el impacto cultural que puede tener toda la desinformación, esto es, la difamación a la transparencia, a la honestidad y al derecho a estar debidamente informado, es una auténtica amenaza. Los políticos pasarán, no serán eternos. El arraigo o la normalización del secretismo, y los vicios políticos que aglutina, será más difícil. Es un daño tan relevante como la corrupción. En definitiva, la ausencia de transparencia y honestidad en las esferas políticas del país no es nada nuevo, pero eso no le resta significación ni le exime de peligro. Todas esas prácticas terminan mal, se ha demostrado reiteradamente.

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