Recientemente conversaba con una amiga de infancia a la que quise, quiero y querré hasta que la muerte nos separe; hablábamos de nuestras vidas, de tantas cosas y entre bellísimas anécdotas, vivencias y más no sé ni cómo salió a relucir lo que fue mi infancia.
Por: Francisco Parada Walsh*
Cuando fue ella quien me dijo: ¿Quién tenía los mejores juguetes en el pueblo? ¡Panchito! ¿A quién desde lejos mirábamos con lo mejor en el pueblo? ¡Era Panchito! Inmediatamente viajé a esa hermosa parte de mi vida, debo aclarar, hubo un antes y un después de la muerte de mis amadísimos hermanitos, pero el común denominador era que tenía lo que deseaba, lo único que no se concretó fue tener un mono y un ring de lucha libre para agarrarnos del buche con mis compañeros, aquellos que fueron amigos, fueron y mientras recuerdo ese ring, fui el primero en tener el disco de “Titanes en el Ring” porque el bus que llevaba tal tesoro apenas ganó al otro, por horas fui el primero en poder cantar “caballero Rojo”, “La Momia es justiciera”, “STP el joven tuercas ya lo ves”, “Es Martín” y tantos éxitos para nosotros, que bastaba escuchar tales himnos para volar por los aires.
Luego tener un avión de gasolina comprado en Caribe Hobby Center, costaba ciento veinticinco pesos, no olvido las caras de los niños cortadores de café que embelesados miraban cómo un niño tuvo otra suerte, tuvo un colchón, tuvo comida caliente mientras ellos aguantaban frío al dormir en los portales de Berlín.
Cómo olvidar los fusiles de municiones, la pistola de copas y motas y quizá el regalo que fue un alucine fue una bicicleta comprada en Omnisport, el salario que ganaba mi tata como director de la Unidad de Salud no pasaba los tres cientos cincuenta colones, esa bicicleta costaba quinientos cincuenta, tenía amortiguadores, frenos de discos, llantas de moto, pito de panadero, su color entre azul y morado, a veces la alquilaba, pero siempre trataba de romper la barrera del sonido y lo que terminé rompiéndome fue la geta, iba haciendo competencia con otro bandido y que aparece frente a mí otro ciclista, me raspé la frente, la nariz, el labio superior y mi padre me suturó una herida en el labio inferior, pasé tomando líquidos por unos días y luego a volver a la farra.
Recuerdo visitar el mejor hotel de la Costa del Sol, se llamaba Hostal Alcázar, creo que pertenecía a una familia de apellido Meardi, luego apareció el Pacific Paradise al que nos íbamos a vacacionar de miércoles a Domingo, no había miseria; quizá éramos los únicos negritos que se miraban por ahí, eran buses llenos de gringos, novias por un día, suficiente para robarle el beso a una gabacha; esa era mi vida.
Antes de entrar a cursar octavo grado al colegio “García Flamenco” fui a estudiar a una de las academias más caras en Estados Unidos, se llamaba International school of languages, era el único adolescente rodeado de asiáticos, después de probar y amar los chilli dog del Hardee´s caí rendido a los que vendían frente a mi escuela que quedaba en el Wilshire Boulevard, cada perro caliente costaba dos dólares, eran dos por tiempo más la gaseosa; me fascinaba caminar por tal bulevar y ver a Alice Cooper con el cabello al aire mientras conducía un Rolls Royce convertible, qué decir de John Wayne cuando se bajaba de su limusina para entrar al hotel de ricos y famosos, no lo puedo negar, fue una etapa bellísima de mi vida.
Así fui creciendo no en tamaño sino en maldades y no me faltaba nada, nada, nada. Vino el conflicto armado, mi padre antes que me reclutaran me envió a Colombia, allá vivía mi hermana mayor, pensé estudiar en la Universidad Javeriana pero no pude, así que decidí seguir mi vida de amor y paz y aprender algunos secretos del amor. Debo resumir. A mis 36 años recibía una “mesada” de dos mil colones para los dulces. Esa fue mi vida.
Ahora, cuando me dice mi gran amiga que “Todo lo tuve” sentí algo malo, quizá una sacudida, entendí que el ego de un niño es un barril sin fondo y cuando ella lo mencionó pasé toda la noche pensando en mi vida, en mis miedos, en mis inseguridades, algunos traumas y me respondía que no es correcto darle todo a un niño.
Ahora, han pasado varios días y no puedo culpar a mis padres por darme todo lo que creyeron era lo mejor, entiendo que todos somos víctimas de víctimas y no los puedo juzgar, solo sé que lo único que puedo hacer es agradecerles todo el amor que me dieron, los juguetes más bellos y sé que lo hicieron con todo el amor del mundo; tampoco me fue fácil ver a dos hermanitos tirados en la arena, agonizando; ahora, si pudiese regresar la película, prefiero a mi Danielita y Ricardito vivitos y coleando y dejo tirados todos mis juguetes y salgo, salgo corriendo a abrazarlos ¡Cuánta falta me hacen!
*Médico salvadoreño