Hay fechas que marcan una época y que imbuyen de simbolismo a las generaciones que les toca vivirlas. Como si se tratara de un marchamo, precisan el momento concreto y configuran un legado que define buena parte del futuro.
Por: Manuel Alcántara
El golpe de Estado que terminó con los mil días del gobierno de Salvador Allende configuró una sinfonía malsonante de significados en Chile. Supuso la quiebra de su institucionalidad rompiendo el modelo que hasta entonces había sido excepcional en la región, junto con Uruguay; enterró los sueños de generaciones que mezclaban la ilusión del cambio democrático con la de la revolución incruenta y que hicieron del lema “socialismo en libertad” la bandera de su existencia; no supo valorar el potencial desestabilizador que ciertos sectores económicos tenían (camioneros); puso de manifiesto la torpeza a la hora de no entender que la sociedad chilena estaba dividida de forma que la propuesta política de transformación se sostenía por un contingente social que no era mayoritario y que todo ello se traducía en un fragmentado sistema de partidos donde la formación de mayorías era muy complicada; y propició que “la mano invisible” de Estados Unidos estuviera presente alentando a militares para actuar en su papel de salvadores de la patria y de los valores occidentales cuya fama de garantes de la constitución por medio siglo se vería arruinada.
En fin, aquel 11 de septiembre así mismo dejó la imagen de un presidente que, al poner fin a su vida en la Casa de la Moneda, sometida a un pertinaz bombardeo, situó el listón muy alto en esa compleja combinación weberiana de la ética de la responsabilidad y de la convicción. Al fracaso de llevar el cambio político, económico y social de la izquierda chilena, como han puesto de relieve los trabajos recientes de Daniel Mansuy (Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular) y de Gonzalo Vial (El fracaso de una ilusión) y antes, entre otros, de Tomás Moulian y Manuel Antonio Garretón, así como de Juan Gabriel Valdés, la respuesta de Allende hacía confluir el derramamiento de su sangre con la de todos los asesinados el infausto día y los que le siguieron contornando la representativa de Víctor Jara, asesinado cinco días después con 41 años tras haber sido torturado. Un desastre que, a diferencia de lo acontecido en España tras el golpe de estado de julio de 1936, ha tenido cierta reparación a pesar del tiempo transcurrido, como lo prueba la reciente condena por unanimidad de la Corte Suprema de los que perpetraron el asesinato del cantautor.
Pero aquel 11 de septiembre también tuvo un impacto internacional. La interrupción del proceso chileno venía a ser el correlato, cinco años más tarde, de la invasión de los tanques soviéticos de Praga, que había detenido los ideales de cambio político alentados por el gobierno de Alexander Dubcek. Los condicionantes de la guerra fría se veían así reforzados. Irónicamente, en América Latina dieron aire a la profundización de los rasgos totalitarios de la revolución cubana a la vez que estimularon la agitación en los cuarteles para impulsar la doctrina de la seguridad nacional inspiradora del momento.
Incluso en Italia la propuesta del compromiso histórico por la que el PCI y la Democracia Cristiana tanteaban cierta aproximación quedó en almoneda. En España, el franquismo cerró filas, pero la oposición entendió la necesidad de una acción conjunta que culminará en la coincidencia de la Plataforma Democrática y la Junta Democrática. Por encima de todo aquel clima se alzaba la figura del entonces secretario de Estado estadounidense Henry Kissinger, quien, medio siglo después, al celebrar su centenario, sigue recibiendo atención como el oráculo de la historia.
Chile tuvo una de las dictaduras más largas de la región y, además de perseguir a la izquierda, fue introductor primerizo de las políticas neoliberales. Ambos elementos tuvieron consecuencias relevantes en los lustros siguientes. Si bien la dictadura fue desmantelada gracias al voto popular tras un plebiscito celebrado en 1988, la ley electoral pergeñada obligó a una alianza de los partidos y movimientos que habían tomado una postura muy crítica frente al régimen de Pinochet.
La Concertación, integrada por demócrata cristianos, radicales y socialistas en diferentes facciones, fue de esta manera la respuesta política que gobernó al país durante veinte años condicionada por enclaves autoritarios, según expresión de Manuel Antonio Garretón, que poco a poco fueron eliminándose. Sin embargo, la constitución que regía los destinos del país seguía siendo la elaborada en los tiempos de Pinochet (1980).
La alternancia, gracias al triunfo electoral de la derecha liderada por Sebastián Piñera en 2010 y 2018, confirmó que el asentamiento democrático era factible en el nuevo estado de cosas. Sin embargo, el conflicto social estaba lejos de ser canalizado. Diferentes movilizaciones sociales tradujeron el descontento de un modelo que no satisfacía a las nuevas generaciones y que ponía de relieve el fracaso de alguna de las políticas más emblemáticas del orden neoliberal. El sistema de pensiones, la sanidad, la educación suponían ejemplos de mal gobierno y pésima gestión que emponzoñaban el clima social. Entonces, el pasado se erguía como un terreno al que formular preguntas buscando explicaciones del acontecer cotidiano. En ese escenario, cincuenta años después del 11 de septiembre de 1973, las respuestas pueden encontrar su fundamento.
*Profesor Emérito de la Universidad de Salamanca y de la UPB (Medellín).
Fuente: Latinoamerica 21