Se dice que la fatiga está presente por doquier. Una sensación que mezcla el hastío con el agotamiento se enseñorea de la gente. No es pereza ni soñolencia. Tampoco es abulia. Se trata de una postración que mezcla aspectos físicos con otros de índole mental. Una combinación que se retroalimenta y que termina teniendo efectos confusos.
Por: Manuel Alcántara Sáez*
El resultado no culmina con secuencias devastadoras, aunque hay una gama de implicaciones que trastoca el presumible orden normal de las cosas. Se piensa en un futuro muy próximo en el que distintas distopías dibujen pautas vitales muy diferentes de las que estamos inmersos. Me pregunto si el cansancio entonces tendrá presencia alguna, si la astenia, que en el peor de los casos sigue a la fatiga, se habrá erradicado o si, por el contrario, se habrá enseñoreado de la humanidad haciéndose endémico.
Tener dispositivos con los que al unísono y en cualquier parte, puesto que son portátiles, podemos llevar a cabo quehaceres de lo más diverso es una nota definitoria del presente. También lo es la conexión permanente, grácil, aparentemente sin coste y tranquilizadora.
El tiempo pareciera que se estira dando cabida a un sinfín de tareas de distinto signo que hacemos con fruición y cada vez de modo más eficiente y automático. Citas, consultas sobre informaciones necesarias de todo tipo, conversaciones banales, pagos de recibos pendientes, compras, entrevistas de asuntos del trabajo, cálculos numéricos, seguimiento de noticias muy heterogéneas, entretenimiento con juegos, música o series de ficción, grabaciones o fotografías que archivamos para un uso ulterior.
¿Cuatro horas cada día? ¿Seis? ¿Ocho?… Al unísono hacemos las otras cosas que siempre hicimos y que continúan marcando las pautas de nuestra vida: nos trasladamos al lugar del trabajo, hacemos deporte, asistimos a una reunión o a un acto en los que nuestra presencia es prescindible, estamos en una comida, nos encontramos en el propio espacio de trabajo ejecutando las tareas asignadas. Todo se superpone en un ejercicio en el que se acumulan gestiones, actos, y se da continuidad a secuencias que nunca acaban. El cansancio se ignora porque, aparentemente, se diluye en el fluir del día y hemos generado mecanismos paliativos de auto recompensa.
La competitividad, que acompaña a la sociedad de consumo, se monta en este nuevo escenario como la gran panacea del progreso. Si el tiempo era oro, ahora su versatilidad consigue multiplicarlo. Además, no hay horario y, lo que creemos que es mejor, no hay conciencia alguna de sobreexplotación en el enjambre humano que configuramos. Las horas de la noche pueden ser un buen momento para desempeñar tareas, de signo muy diferente. Sin embargo, al final se confunden con las que quedaron pendientes; es un hábito al que nos hemos venido acostumbrado a realizar desde hace tiempo. Por otra parte, la gente próxima está en las mismas por lo que se pierde todo sentimiento de culpabilidad por hacer algo extemporáneo.
El cansancio se ha hecho rutina y la reiteración oculta sus secuelas porque hay un hálito de modernidad, de puesta al día que, finalmente, fascina. El ensimismamiento frente a pantallas de todo orden produce una mueca de señuelo de felicidad. La exclusión de cualquier otra persona a nuestra vera inmediata refuerza nuestra singularidad y hace que el individualismo en el que lentamente nos hemos sumergido acepte el tributo de la fatiga como algo inevitable. Por supuesto, siempre hay algo a mano que tomar que morigere la situación.
Salgo de la sala de cine con una rara sensación placentera que hacía tiempo que no me invadía. Durante poco más de dos horas, frente a la gran pantalla de toda la vida, he seguido una historia, en la que poco a poco he sentido que formaba parte de ella. Un logro cuyo alcance, en mi opinión, supone la seña del buen cine.
En ella un hombre realiza diariamente un trabajo vulgar en una gran ciudad. Un cierto sentido de la responsabilidad, la meticulosidad y la repetición de gestos construyen una sinfonía perfecta del cotidiano deambular humano. La jornada laboral se acota con momentos banales de interacción con otros personajes que enmarcan distintos aspectos de la vida ordinaria del protagonista.
También sus simples aficiones en torno a la fotografía, los árboles, la lectura, sus peculiares manías diarias cuidando el jardín trasero. La reiteración o la previsibilidad de las secuencias no agotan mi paciencia como espectador. No miro la hora en ningún momento. Me pregunto qué es lo que realmente me fascina. ¿El paisaje urbano de Tokio enmarcado en una luminosidad fascinante? ¿La espléndida banda sonora tan afín a mis gustos generacionales? ¿El semblante conmovedor del actor que proyecta una rara mezcla de ironía y escepticismo, que es capaz de sonreír y llorar al mismo tiempo? ¿Las peculiaridades de los personajes secundarios? ¿El ritmo? No.
Poco a poco me doy cuenta de que, en un marco de desconexión, lo que ha captado mi atención desde el inicio, generándome una conmoción progresiva de placidez por lo que estoy contemplando, es, precisamente, la ausencia de agobio. La carencia en la secuencia de planos que proyecten sensación alguna de agotamiento.
Al contrario, la ausencia del cansancio provoca una emoción constante de equilibrio y de conciliación de un estilo de vida con un universo que creía extinto. Se desborda el escenario en el que me veo envuelto por la empatía que me une a un individuo cuyos gestos y cuya mirada construyen un recital, desde su profunda soledad, de energía vital que creía que ya no existía.
La película es de 2023, se llama Días perfectos, su director es Win Wenders, el actor es Köji Yakusho, que interpreta el papel de Hirayama, alguien que hace del cansancio una melodía.
*Politólogo español, catedrático en la Universidad de Salamanca.