Ludolfo Paramio, en la memoria

Por: Manuel Alcántara

Un recurso sencillo para glosar la figura de Ludolfo Paramio en estos momentos de tristeza es traer a colación el texto, o en puridad los textos, de El político y el científico pues pocas personas de su generación podrían dejar de tener una identidad más idónea con el modelo ideal establecido por el pensador alemán. Más aun en una época de cambios profundos como la actual en la que la política la manosean asesores, ¿consultores?, que viven envueltos en recetarios con los que pretenden aproximarse a lo complejo y servir al príncipe.

Paramio, aunque sería difícil encontrar a alguien de su generación que mejor combinara la ética de la convicción con la de la responsabilidad, era de otra fibra al menos por cuatro razones que lo empataban plenamente: su sagaz inteligencia, la combinación del saber teórico con el conocimiento práctico, su permanente ironía y el compromiso con su gente.

Pero en estas líneas no quiero centrarme en el intelectual como tampoco deseo hacerlo en el político. Con seguridad porque a estas alturas del camino no haya otro tipo de apreciación que llame más mi atención, a la vez de considerar que es lo que realmente importa subrayar a la hora de valorar la vida de alguien que acaba de perderla. Buena parte de la visión que tenemos de los demás es subjetiva y la mía con respecto a Ludolfo también lo es.

Nuestro momento de mayor proximidad se dio en la última década del siglo pasado y en la primera de este; el espacio triangular de nuestras comunes andanzas estuvo definido por la Universidad Internacional de Andalucía, sede de La Rábida, donde dirigimos conjuntamente una maestría y un doctorado en estudios políticos latinoamericanos, el madrileño Instituto Universitario J. Ortega y Gasset en el ámbito de su doctorado de estudios latinoamericanos y el Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca donde participó con frecuencia en numerosas actividades. Un par de viajes inolvidables para participar en un seminario en el Colegio de México y en un congreso de LASA sellaron algo más que una relación profesional que se había iniciado en 1994 al ser ambos los coordinadores de un número de la Revista Internacional de Sociología y que tuvo su continuación en la corresponsabilidad en el libro Reformas económicas y consolidación democrática (Editorial Síntesis, 2006).

Cuando en diciembre de 2019 Paramio recibió un homenaje público en la Ortega al que no pude asistir por encontrarme fuera se abrió una brecha que la pandemia acrecentó y que supuso que no nos volviéramos a ver restringiéndose nuestros contactos al correo electrónico y rara vez al teléfono. El “joven réprobo” que para él era yo siguió recibiendo, no obstante, sus felicitaciones de cumpleaños. Hoy tengo un enorme sentimiento de culpa por no haber forzado esa situación y no pasar por su casa en Evaristo San Miguel o al menos quedar en Entrevinos para tomar algo.

A lo largo de esta andadura supe por encima de todo de la bonhomía de Ludolfo y de su carácter hogareño aferrado a Carmen y a sus hijos Jorge y Alicia, así como del nieto de la que gozó unos meses. Conocí la entrega incondicional y la generosidad con sus estudiantes que ahora, siendo injusto por citar a una pequeñísima muestra, destaco a las españolas Marisa Revilla y Sonia González y en los mexicanos Mauricio Merino y Ernesto Hernández. Tuvieron la fortuna de recibir su conocimiento y su ejemplo. Aprendí del placer que le suponía la lectura de novela negra, así como del gusto por las series y por la música -desde Taylor Swift, de quien me habló por primera vez hace tres años y medio, hasta Mendelsohn, Schubert y Bach-. Para él yo era el único habitante de lo que denominaba Villamanolo y constantemente bromeaba acerca de mi supuesta vocación académico-empresarial o de mi visión atrabiliaria de la ciencia política así como de lo irrisorio que le resultaba que yo dijera que “el estado no era operacionalizable”.

Nos deja todavía más solos alguien que siempre dio mil veces más de lo que recibió y que su mordaz ironía hacía vivibles las miserias de lo cotidiano. Un hombre que tenía muy claro que había vida después de la jubilación y que retirarse a tiempo era una victoria; que la ambición y su secuela, la vanidad, a fin de cuentas, eran un lastre innecesario. Alguien que sin quizá quererlo no dejó de enseñar constantemente el proceloso enredo que es la vida.

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