Semanas antes de su magnicidio y cuando ya era pública la intención de los miserables escuadrones de la muerte por asesinarlo, Monseñor Oscar Arnulfo Romero rechazó la oferta que el gobierno militar de entonces y para salvar las apariencias, le propuso para que aceptara una guardia personal que lo acompañara a todas partes y a toda hora.
Por: Luis Arnoldo Colato Hernández*
S u respuesta fue otra de las muchas lecciones de vida que nos legó: ¿Puede ofrecerle las mismas garantías a mi pueblo? El Pastor sencillamente rechazó un privilegio que su grey no podía compartir. Y fue martirizado.
De entonces a la fecha, transcurridos los lustros y las décadas, su voz sigue tan vigente como entonces. Los que fuimos privilegiados de escucharlo o verlo, recordamos el vigor con que nos enseñó, de cómo la asistencia vivía sus palabras, de su extraordinario valor y vigencia. De su legitimidad incontestable. Cuando ascendía al púlpito, su voz siempre grata y cálida, se transformaba en un castigo al oligarca, señalando sus crímenes e injusticias, y los de sus sirvientes los militares.
Tuvo la solvencia y la altura moral de llamar al ejecutivo estadounidense, para que entendiera si no lo hacía, el infame papel que su nación desarrolló en aquellos aciagos días para con nuestro pueblo, con todas las víctimas de la dictadura, y aún entonces, sabido de lo que le esperaba, no tembló al continuar con su magisterio, y con humildad elevó la hostia al entregar su valerosa vida por medio de aquel torvo y cobarde sicario de la dictadura al pie del altar.
44 inviernos han transcurrido desde entonces, y los pormenores de su crimen son de conocimiento público, que igual sigue impune, pues son los mismos criminales, otra generación de ellos, que nos mal gobierna, garantizando con los medios a su alcance, que esa impunidad continúe, y de ser posible, se perpetúe.
Y es que, si bien el país ha sufrido cambios, en esencia sigue siendo igual, pues las desigualdades que el Santo Romero denunció, se han profundizado. Tampoco los delitos que la oligarquía y sus sicarios cometieron entonces, han sido castigadas, y de hecho se ha garantizado que continúen sin castigo.
El régimen apuesta a que los hechores, tanto materiales como intelectuales, fallezcan. También al olvido, a la desidia de las generaciones jóvenes, que en su mayoría no se sienten afectadas a nivel personal por las implicaciones de aquellos crímenes. Costes de un pueblo sin memoria, negada porque también carece de una educación de calidad, de compromisos con su historia.
Ahora esa misma voz resuena tan vívida como hace todos esos años, recordando la vigencia de los delitos que señaló, que el régimen ahora replican, por lo que le urge acallarla, silenciarla, apostándole a la distracción de los simples con la parafernalia comunicacional pagada, a sus alianzas con el pentecostalismo intolerante y militante, a la ausencia de memoria, y al más simple y vil desinterés.
Recordándonos que un pueblo sin memoria siempre será un pueblo esclavo.
*Educador salvadoreño