La libertad es la compañía que nunca decepciona. Reza un reclamo publicitario que invoca la máxima sagrada de que el albedrío en la elección es la base del orden social. Sentado en la banqueta del bar de toda la vida apura el café con leche de media mañana una vez que ha terminado de comerse la tostada.
Por: Manuel Alcántara Sáez*
A su lado, dos mujeres mantienen una charla con el dueño a la que no ha prestado atención hasta que una frase de ese cariz le saca de su ensimismamiento y enseguida comienza a afinar el oído. Pero ya es tarde, ahora el jefe acaba de sentenciar que hay tres tipos de hombres, los que mandan, los que obedecen y los que huyen. La firmeza en el tono y el hecho posible de que se hubieran manejado ya muchos otros argumentos que no ha llegado a seguir precipita el final de la plática. Las consumidoras piden la cuenta, la saldan y abandonan el local quedando él como único cliente en un espacio que cuenta con media docena de mesas pequeñas y una barra en forma de ele de unos ocho metros detrás de la cual un gran espejo engrandece la dimensión del lugar.
Conoce al propietario desde hace casi 20 años cuando llegó a la ciudad. La proximidad del lugar de trabajo, la locuacidad mesurada de aquel, la limpieza y la sobria decoración del sitio le han atraído desde el principio generando una rutina en un contexto en el que, además, la relación calidad-precio de la consumición es intrascendente. Sabe que es un parroquiano en toda regla, alguien asiduo que con cierto punto de devoción, o quizá simplemente de pereza, salda un rito cotidiano. El ojeo del diario, la apostilla a la última noticia, la confidencia municipal, los vaivenes de la liga, el chiste del día, constituyen un elenco que consolida una arquitectura de ejes sobre los que se construye una relación de confianza intrascendente. Por otra parte, muy poco a poco avatares de la vida privada se han ido sumando a los temas de conversación con el dueño cuando no hay gente con lo que el aprecio por compartir desvelos también ha hecho presencia.
A punto de salir, desde el quicio de la puerta y sin necesidad de alzar la voz, le pregunta al jefe en cuál de las tres categorías recién citadas le incluye. Sin vacilar le contesta que en ninguna y a continuación le explica que siempre hay excepciones y que él está en la de cliente fiel. Ya en la calle, la luz, el ruido del tráfico y el afán por llegar al trabajo relegan al rincón de las anécdotas diarias perdidas el episodio. Sin embargo, cuando da su caminata vespertina las palabras resurgen con vehemencia. Habría aceptado, piensa en un principio, que le hubiera tildado de parroquiano en vez de cliente. Sinceramente le molesta ser considerado como un cliente, un sujeto de una sociedad de consumo que cada vez aborrece más y que repudia con pequeñas acciones de pretendidos efectos liberadores.
Aunque se dice que el cliente siempre tiene la razón y que por ello manda, se trata de una frase hecha, ¿quién que esté en su sano juicio va a situar a los clientes en el seno de los que mandan? Por muchas asociaciones de consumidores que existieran su fuerza es muy limitada y se encuentra restringida a cuestiones menores. Por otra parte, la identidad del cliente es gregaria por lo que no se puede decir que sea un ser huidizo. Solo quedaba, por consiguiente, ubicarle en la franja de los que obedecen, más aún cuando los efectos de la publicidad generan relaciones de dependencia pertinaces. Poco a poco sus argumentos van tomando forma forjando un borrador del discurso con el que acompañaría mañana su saludo de buenos días.
La noche la pasa agitado, tiene pesadillas que olvida de inmediato, bebe agua varias veces y termina levantándose antes de que suene el despertador. Cuando enciende la luz del baño y se mira en el espejo una palabra sale de sus labios como un pequeño suspiro: “¡fiel”! Cae así en la cuenta de que es ese el término que verdaderamente le ha provocado su reacción de malestar ante la categorización del dueño y no tanto el apelativo de cliente; a fin de cuentas algo habitual y supuestamente neutro en la jerga comercial. ¿Era aplicable el término fiel en su relación clientelar? ¿No debería haberse referido como asiduo, o como habitual, incluso como permanente? El diccionario señala como sinónimos a fiel las palabras devoto, creyente, inseparable, … ¿Él lo era?
Cierra los ojos y aparece la tienda que está en la calle principal del barrio. Tras la muerte de su padre la mujer se ha hecho cargo de la cacharrería porque hay que contribuir a la economía familiar. Tiene que improvisar el arte del comercio que desconoce por completo. Desde la contabilidad a la búsqueda de proveedores correctos. La clientela es variopinta y las relaciones suscitadas también son diversas. Él entonces es un niño que observa y, la mayoría de las veces, calla. Después, alguna vez echará una mano detrás del mostrador. Han pasado muchos años y solo quedan recuerdos huidizos.
Ahora entra cada cierto tiempo en una tienda que le recuerda a aquella de su niñez para hacer una compra periódica. La calle no es principal y el lugar es sosegado. La mujer que lo atiende es risueña, sus ojos brillantes despliegan inteligencia, su semblante es atractivo y su voz cantarina es melodiosa. Poco a poco intercambian frases que paulatinamente van más allá de lo meramente coloquial. Un día en un descanso de ella toman un café y el silencio se enseñorea de la mesa. Las palabras se hacen superfluas, basta con el cruce de miradas. Él nunca le dirá que es su cliente fiel porque cree que no es necesario ya que siente que ella lo va sabiendo y ella también callará porque no puede ser de otro modo.
*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)