Rodolfo Cardenal SJ*
El siniestro del helicóptero militar que se cobró la vida de nueve personas (entre ellas, la cúpula de la policía) pareciera indicar que un enemigo mucho más poderoso que las pandillas acecha a Bukele. Sus reacciones, una mezcla de desconcierto, impotencia y cólera, más la confusión sobre las circunstancias de la tragedia, apuntan en esa dirección. Él fue el primero en reconocer que no fue “un simple accidente”. Por tanto, fue un asesinato. Delante de los féretros y de los familiares de las víctimas admitió su consternación. Había ocurrido algo inimaginable para quien pensaba que controlaba el país. Incapaz de articular un mensaje de pésame y solidaridad, se refugió en el gastado tópico del “país más seguro del mundo”, sin caer en la cuenta que, a sus espaldas, yacían ocho cadáveres que lo negaban. El 15 de septiembre, volvió a lamentar la pérdida de sus héroes, sin aclarar lo ocurrido.
Si no fue un simple accidente, lo cual es muy probable, dado que la información disponible es discordante, la mano criminal es muy poderosa. Actúa desde las profundidades de la dictadura con asombrosa eficacia. A falta de información, se pueden adelantar dos hipótesis no excluyentes: la primera, existe una feroz lucha interna de poder; la otra, se trató de un ataque del crimen organizado contra un puntal de la dictadura. También puede tratarse de una lucha de facciones del oficialismo, vinculada al crimen organizado. Sea lo que sea, ante este enemigo, la llamada guerra contra las pandillas fue un juego de policías y ladrones: los pandilleros se dejaron capturar sin ofrecer resistencia armada. El modelo de Bukele no está a la altura de este otro enemigo, que actúa desde dentro con inteligencia, armamento y eficacia.
La brecha en la seguridad de la dictadura dejó expuestos a unos colaboradores tan cercanos e indispensables que Bukele no sabe cómo reemplazarlos. Tampoco está preparado para esclarecer los hechos con la celeridad con la que presume capturar delincuentes comunes. Desconfiado de sus organismos de inteligencia, solicitó investigadores estadounidenses, una petición a la que Washington accedió de inmediato. El manto de silencio lanzado sobre la tragedia no augura nada bueno. Probablemente, las familias nunca sabrán en realidad qué ocurrió. El miedo y la incompetencia paralizan a la dictadura. La pompa fúnebre pretendió llenar ese vacío. Pero, sepultados los cuerpos de las víctimas, las preguntas sin respuesta, la especulación y la brecha en la seguridad personal de los colaborares permanecen.
El modelo de Bukele tiene mucho de ficción. Días antes de la caída del helicóptero, el líder de una de las pandillas más grandes fue asesinado en una de sus cárceles de máxima seguridad. Las circunstancias de este crimen son tan oscuras como las del helicóptero. A diferencia de las víctimas de este, exaltadas como héroes, la otra ha sido olvidada. Este asesinato nunca ocurrió como tampoco los más de 300 acaecidos en las cárceles de Bukele. No es cierto, pues, que hayan transcurridos 700 días sin homicidios. En todo caso, sin homicidios perpetrados por pandilleros, que, según el registro oficial, son los únicos que cuentan.
No es casualidad que en el discurso del 15 de septiembre Bukele se haya puesto a la defensiva, en una explanada atiborrada de soldados mudos, en lo que quiso ser una demostración de fuerza del señor de los ejércitos. Además de perder a sus héroes, se enfrenta con la filtración de la base de datos del seguro social con los salarios astronómicos de sus funcionarios, la circulación de audios que reproducen conversaciones comprometedoras de varios burócratas de Casa Presidencial con otro colaborador, también asesinado, y con una multitudinaria marcha de protesta, que reunió a un amplio abanico de organizaciones sociales,
Una vez más, defendió su maltrecho modelo de seguridad y la incompetencia de la inversión pública. Atacó duramente a quienes le exigen obras de infraestructura social. Los acusó de no entender que la vida marcha paso a paso, ladrillo a ladrillo. Y los exhortó a ser pacientes. Todo llegará, a su debido tiempo y de su mano. La solución a la crisis nacional la atribuyó, irónicamente, al “pensar en colectivo” y, en definitiva, a la voluntad divina, que decide directamente el acontecer del país. Bukele hace lo que puede, pero es Dios quien decide en último término, con lo cual se libra de responsabilidades.
Impotente para prevenir las adversidades y derrotar a sus enemigos, Bukele confía ciegamente en que Dios lo librará. En el día de la independencia, el presidente de un Estado oficialmente laico hizo confesión de fe y de confianza en la voluntad divina. Si es honesto, su providencialismo peca de ingenuidad.
* Rodolfo Cardenal SJ, director del Centro Monseñor Romero.