Hay temas que la legislación autoritaria prohíbe su mención, otros que el tabú religioso o cultural ocluye tenazmente. La generalización es la nota dominante. Un patrón que regula lo proscrito y el régimen de sanciones es bien conocido y no hay lugar a dudas.
Por: Manuel Alcántara Sáez*
La censura es clara desde el origen y sus motivos, aunque a veces sean confusos, hasta las consecuencias miserables que conlleva el desacato. La Historia da cuenta de numerosas situaciones al respecto y señala cómo la proscripción trajo dolor y muerte, represión y oprobio. El silencio se impuso a machamartillo. No solo las palabras enmudecieron, para hacer verosímil el dicho de que “en boca cerrada no entran moscas”, también dejaron de plasmarse por escrito y cuando se hizo el censor tachó lo escrito y privó de libertad al autor. Incluso los gestos, los símbolos y las alegorías fueron cercenadas. La resistencia tenaz, que no obstante siempre hubo, tuvo que ingeniárselas de diferentes maneras con resultados dudosos.
Sin embargo, existe otra forma donde la inhibición es una cuestión personal. Por distintos motivos el sujeto determina que no va a expresarse a pesar de que es temeroso de que le apliquen aquello de “el que calla, otorga”. Hay una predisposición a la auto inhibición por variadas razones que tienen su justificación en el orden psicológico donde la timidez, el miedo y el complejo de inferioridad conjugan un rosario de pábulos. Pero el orden cultural que define el entorno también desempeña una trabazón que alienta el silencio. Así, las normas del comportamiento social que impiden, por ejemplo, hablar a los más jóvenes si los mayores no han tomado la palabra, la ignorancia sancionada por el descrédito o por el estigma del ridículo, la proscripción al que viene de fuera o es ajeno a quienes “no se les da vela en este entierro”. Hacerlo o no verbalmente, por escrito, mediante gestos también es una prerrogativa individual en un marco en el que prime la libertad de expresión.
Conoce todo ello pero no lo parece. Aparentemente no le gusta hablar por teléfono ni por ninguno de los otros mecanismos ahora en boga y ella lo sabe. No se trata de que no quiera platicar de aquella cuestión. Simplemente está molesto con ese tipo de conversación que considera impersonal donde la intermediación tecnológica parece llevarse el gato al agua. Por eso no le choca que en un momento dado le diga que es consciente de que su manera más frecuente y fértil de comunicación sea por escrito.
En efecto, él podría contestarla aquello que dijo Jorge Luís Borges de que escribir no es sino un sueño guiado, porque él se cree un soñador empedernido. O mejor, debería decirla lo que acaba de leer en el reciente relato de César Aira En El Pensamiento de que se escribe para ganar tiempo, para demorar el momento en que se haga necesario escribir, es decir, para prolongar el estadio de la escritura porque sí, libre y gratuita. Lo necesario puede esperar, y en ese caso se llena la espera con la incorporación de situaciones o de personajes. Además, las palabras se las lleva el viento y lo escrito, escrito está.
Sin embargo, ella lo llama cada mañana. Dice que necesita no solo oír su voz sino el tono que emana, reflejo verdadero de su estado de ánimo. No es el contenido de lo conversado lo que importa, también para ella lo relevante son los silencios y escuchar el carraspeo con el que de vez en cuando él entrecorta sus frases. Hay una mezcla de su ser pusilánime y de cortesía por la que él siempre responde. Además, no quiere repetir una relación pasada en la que nunca se hablaron por teléfono. A veces piensa que fue aquel cúmulo de silencios el causante de la ruptura. Sin embargo, el propio teléfono termina siendo asfixiante y apenas es un alibi del retraimiento en que vive. Por ello se sumó en un estado de sopor en el que se le fueron acumulando diferentes recuerdos que ahuyentaron de momento su zozobra.
Recordó la voz grave del padre cuando conminaba a sus hijos a que de aquello no se hablara en la casa y menos en su presencia. Recordó las palabras dulces de la madre: “¡hijo mío, si creyeras!” Recordó la arenga del militar señalando que las órdenes eran para cumplirlas sin cuestionamientos. Recordó la voz melosa del sacerdote afirmando rotundamente que la fe no se ponía en duda. Recordó aquel primer amor cuyo dedo índice se posaba sobre sus labios con firmeza mientras le pedía que callara. Recordó la voz teatrera del profesor bloqueando sus intentos de preguntar algo apremiándole a guardar silencio. Recordó la severidad del jefe que le dijo que su opinión era irrelevante y que no le importaba pues además nadie se la había pedido. Recordó el pasaje famoso que vio en la televisión donde un jefe de Estado le exigía a otro en modo cuestionador por qué no se callaba.
Aquella tarde se encontraba invadido por la nostalgia que le trajo consigo un breve viaje festivo suscitada al alimón por la luz crepuscular y por las remembranzas evocadas con relación a los sitios visitados. Entonces supo con claridad que era más trascendental que todas esas censuras llegar a casa y no tener a nadie a quien contar sus emociones mientras mirara a sus ojos, asiera sus manos a las suyas y posara su mejilla en su cara. No es que hubiera un impedimento a hablar de sus sentimientos, un imperativo a que de eso no se hablara. Al fin y al cabo los mecanismos actuales virtuales que deploraba estaban allí para hacer realidad la revolución digital. Pero la ausencia física imponía una cuarentena intolerable de desgarro y de sufrimiento que era incapaz de transmitir para generar un mínimo de comprensión no solo como señal de solidaridad sino fundamentalmente de afecto. La soledad en que vivía era eso, una situación que le sustraía la posibilidad de hablar.
*Politólogo español. Director del CIEPS (Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales)