A pesar de lo que generalmente se cree en torno a este principio, es sustraído de un relato argentino que tiene por propósito un fin didáctico.
Por: Luis Arnolodo Colato Hernández*
E s el de un niño que es abusado en un internado, y que pide ayuda a su tío, que indignado alecciona a sus ofensores, distrayéndose para responder al reconocimiento de la concurrencia, cuando estos, aprovechando ese lapsus lo golpean por la espalda, derrotándolo.
La lección tras de esto:
No podemos esperar de afuera ninguna salvación.
Los simples por lo regular, rezan esperando que alguien de arriba venga a salvarlos de los vejámenes a los que están expuestos, alguien más, que desinteresada y compasivamente, sea quién resuelva a favor de los más elevados cánones de justicia.
Y es que en general, los relatos, las tradiciones, incluso la cinéfila nos han hecho pensar que otro más hará eso, una suerte de ente moralmente superior, al que incluso esos relatos referidos arriba, ligándolo a la esfera espiritual, se aplican al fin de la justicia, como mesías destinados por la providencia para precisamente constituirse como salvadores de todos, como verdugo de esos ofensores.
Sin embargo, el mundo real es un poco más complejo y mucho, y mucho menos romántico.
En el mundo real somos las personas comunes las que nos transformamos en nuestros propios salvadores.
Es decir; ante el poder aplastante de la oligarquía, de sus sicarios los matones investidos de autoridad, o de las instituciones que erigen para así justificarse, somos los Pedros, Juanes, Marías, quienes abrazamos para sobrevivir, los fines de esa justicia providencial a la que aspiramos.
Esto es porque, esa vieja norma que nos dice que los fuertes lo son mientras los débiles lo admiten, es una verdad absoluta, pues quienes detentan el poder lo hacen sencillamente porque no han tenido una oposición real, capaz de reducirlos por la fuerza al más apropiado papel del que no tiene ninguna inferencia. En el que son anulados.
Y es que, de acuerdo a Asimov, estamos irremediablemente atados a eso que denominamos destino, al supuesto que incluso ahora, a los más, hace suponer que lo que sucede, sucede porque debe suceder.
Este enredo se corresponde con las enseñanzas religiosas impuestas desde el poder.
Porque sí.
El hecho incontestable es que la historia nos enseña que solo el hombre consciente que reconoce las causales tras su realidad, es capaz de transformarla, lo que implica comprender que hay detrás de las desigualdades que imponen la exclusión como norma social, y a la injusticia como referente histórico.
Tales sin embargo pueden ser suprimidas, lo que otras sociedades han hecho, cumpliendo una fundamental condición: la participación.
Porque toda transformación, la diosa historia así nos lo demuestra, solo es posible porque los pueblos la construyen, no porque las élites la permitan, lo que no solo implica que estamos solos, como también que solo nosotros haremos de nuestra realidad, otra realidad, una en la que todos quepamos.
Sin más injusticia.
Porque solo el pueblo salvará al pueblo.
*Educador salvadoreño