Ponerse en sus zapatos

Los tiempos que corren son hegemónicos de parte de la inteligencia artificial. Hubo una época no lejana que el mantra más reiterado se refería una y otra vez al peso de la inteligencia emocional.


Por: Manuel Alcántara Sáez*


S e enfatizaba que había razones que el corazón ignoraba para subrayar la necesidad de superar una estricta y restringida visión del ser humano como animal racional para dar cabida al universo de los sentimientos. Algo que ya había estado presente en Baruch Spinoza o en David Hume frente a las ideas de René Descartes y de la Ilustración con Emanuel Kant a la cabeza. Las emociones derretían el frío mundo de las cogniciones en una cabalgadura fascinante por entender las complejas formas de actuación de las personas.

Durante algún tiempo los afectos parecieron controlar al comportamiento humano. Mirar a los ojos, ponerse en lugar del otro, dejarse guiar por las buenas vibraciones, ser empático, desarrollar el altruismo constituían una letanía de actitudes necesarias para la interacción humana y por ello imprescindibles para entender la acción social. El pensamiento religioso, pero también formas de convivencia suscitadas en torno a ideas comunitarias y de solidaridad desempeñaron un papel fundamental en el desarrollo de una educación sentimental afectiva.

Sin embargo, en la actualidad la inteligencia artificial pareciera devolver las cosas a su lugar anterior, de manera que la invitación a abocar por la compasión o la generosidad pareciera ahora una antigualla y ya no se diga llegar a comprender el silencio o el surgimiento de las lágrimas. El reinado del algoritmo y de la información ilimitada generadora de millones de datos con los que se entrenan las máquinas no guarda espacio para el reconocimiento del otro o para entender a una persona desde su punto de vista en vez del propio e incluso percibir veladamente sus sentimientos y percepciones. Son tiempos duros de aislamiento, singularidad e individualismo.

¿Qué tiene que ver todo esto con la vida de M? ¿Puede la inteligencia artificial generativa ayudarlo a superar la zozobra que le invade con frecuencia frente al hecho de que las cosas no salen como espera, de que sus contrapartes van a su rollo? Las evidencias de hechos a los que tuvo que enfrentarse en su momento se acumulan y su imagen no deja de azotar su memoria. No importa que se trate de asuntos que acaecieron hace apenas unos días entremezclados con otros de épocas pretéritas. Siente una incomodidad que se ceba en las dificultades que tiene para percibir el presente. No puede ser una excusa. Tampoco debe serlo el hecho de la profunda incomprensión que lo embarga sobre los mecanismos de funcionamiento de la inteligencia artificial de los que todo el mundo habla y que no encuentra acomodo en su vida aunque sabe que están presente en múltiples facetas. Rememora al azar dos instantes de su pasado y no encuentra alivio alguno porque tiene claro que lo fundamental es ponerse en los zapatos del otro algo que los algoritmos sirven de poco.

M recuerda que en una ocasión no hace mucho en el marco de un viaje de trabajo un compañero que lo acompañaba tomó la palabra y no la soltó durante las casi dos horas que duró el trayecto. No hubo interrupción alguna para alabar el paisaje ni la bondad del clima ni menos aun para significar la precariedad de la ruta. El vecino habló de sus preocupaciones laborales con énfasis en las relaciones con su jefe y del exitoso contrato que acababa de lograr para su empresa. Después se centró en lo que denominó el erial de su vida amorosa que enseguida recondujo para loar la trayectoria universitaria de su única hija a quien solo veía cada quince días porque vivía con la madre en una ciudad distinta. Subrayó sus variadas actividades deportivas así como el tiempo que dedicaba para llevar a cabo tareas solidarias con una asociación del barrio. También le anunció el lugar al que quería ir en las próximas vacaciones. M solo pudo interrumpirlo un momento para decirle que llevaba tiempo sin encontrarse bien y que esperaba preocupado el resultado de unos análisis que se había hecho recientemente. Tras un breve silencio él le contestó que no se preocupara, que seguro que no era nada, y continuó su perorata informándole de la tienda en la que había comprado su último capricho digital del que le enumeró sus excelencias durante un buen rato. Al llegar al destino se despidieron. M se sintió vacío.

Nunca M notó su propia vulnerabilidad ante la desgracia ni tampoco jamás albergó el pensamiento de que la persona que ahora veía sufrir pudiera ser su caso. Lo que acontecía a los demás era algo siempre ajeno. Historias que podían equipararse a los relatos leídos en la adolescencia. Por ello, le azotó su memoria la perplejidad que sintió cuando la mujer le dijo que llorara. No entendía la razón pues el asunto había concluido con el cadáver postrado sobre una camilla. Todo había acabado. El rostro hierático era el de un desconocido, solo el pelo aun engominado recordaba a quien fue. No importaba el traje nuevo con el que había sido amortajado. ¿Llorar? Ninguna lágrima se acercaba a sus ojos y los sentimientos se hallaban bajo mínimos. Sabía del oficio de plañidera, pero nunca se había parado a pensar hasta qué punto su expresividad era fingida. Ahora le pedían que sollozara, que adoptara el papel que correspondía. Sin embargo, no lo concebía por mucho que quien allí yaciera fuera su padre. Eran los demás quienes deberían ponerse en sus zapatos para confrontar la angustia que sentía.

M sigue pensando que un día de estos interaccionará con un programa reciente que ha descargado en su ordenador que le permitirá formular estas vicisitudes vividas y otras que recuerda del mismo estilo para saber si la respuesta dada tendría visos de mayor empatía. Si fuera así, piensa que hay un futuro promisorio aunque hoy por hoy ese escenario le acongoje.

*Politólogo español, catedrático en la Universidad de Salamanca.

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